jueves, 20 de octubre de 2011

Hinduismo, sijismo y budismo tibetano en India

Tras salir de Delhi en busca del Ganges y el Himalaya, llegamos a Haridwar. Hace unos meses nos fascinaron unas imágenes de esta ciudad durante el Kumbh Mela, celebración hindú caracterizada por una masiva afluencia de peregrinos y que se celebra cada doce años de forma rotativa en cuatro ciudades. Esta ciudad a orillas del Ganga (Ganges), es una de las siete ciudades más sagradas para el hinduismo, por lo que miles de personas acuden todos los años durante la yatra a redimir sus pecados en el sagrado río. Esto se traduce en centenares de santones, de todas las ramas y castas. Se pueden ver los personajes más variopintos, desde indios con calzoncillos en la cabeza hasta un aghori (secta que se caracteriza por utilizar cenizas de restos humanos como vestimenta, llevar una calavera como colgante para beber agua y que, en su dieta, incluyen el consumo de carne humana, eso sí, solo de cadáveres).

Cada amanecer y anochecer, varios miles de fieles, se reúnen en el Har-ki-pairi Gath (Gath de la Pisada de Diós), durante el Ganga Aarti, una de las experiencias más sobrecogedoras que jamás hemos vivido. Cantan, dan palmadas y hacen sus abluciones a orillas del río, mientras suenan campanas, cánticos y música, acogiéndonos e invitándonos a participar en su ritual. Todo lo que intentemos contar no puede describir nuestras sensaciones.

Tras Haridwar nos dirigimos a Rishikesh, pequeña y preciosa población encaramada en las laderas de la montaña junto al Ganges, y aquí habremos de permanecer durante dos días más de lo previsto ya que el sistema intestinal de Esther se empeñó en ello. En Rishikesh destaca la afluencia turística, de extranjeros que vienen a practicar yoga o trekking en las faldas del Himalaya pero, sobre todo, de turistas indios. De nuevo desconcierta su actitud. Los prejuicios que nos traemos de casa nos dicen que la religión (la hindú) penetra en todos los niveles de la vida díaria, todo es sagrado de un modo u otro. Efectivamente, encontramos templos, altares, santones, imágenes de deidades y referencias a su culto en todas partes. Una imagen con incienso en cada esquina, una figura de Siva o Ganesh en cada restaurante, hotel, tienda… y, por supuesto, vacas por todos lados caminando a su antojo. Pero la contradicción es lo que nuestros occidentales ojos ven por todas partes. A modo de ejemplo, telenovelas que parecen ridiculizar a sus dioses, indios con su cámara de video en las mismísimas narices de quién celebra un ritual, toneladas de basura en sus sagrados ríos o niños divirtiéndose dándole con la vara en el culo a un grupo de vacas… las excepciones a la sacralidad parecen tan numerosas como los miles de encarnaciones a las que rezar, de cualquiera de las maneras, en cualquier lugar.

El carácter de esta gente se nos escapa de las manos, al menos en lo poco que llevamos aquí, pues no sabemos si la aparente falta de respeto entre ellos y con su entorno es por nuestro concepto de respeto, que no tiene sentido en estas tierras, o si no hay manera de entenderlos porque ni ellos mismos se entienden. Tal vez sea la religión, tal vez el sistema de castas, la superpoblación, Bollywood o el picante, vete tú a saber. Sin embargo nos llama la atención, ante la apariencia bobalicona de los turistas indios que nos rodean (aparentemente castas superiores), la de todos aquellos que día a día nos hacen la comida, limpian los pasillos de los hoteles y recogen la basura (aparentemente castas inferiores), ya que muestran una constante atención, amabilidad y predisposición a ayudar, a pesar del trato recibido por la mayoría de sus compatriotas y nuestra bien conocida pasividad occidental que, una vez más, solo defiende derechos y valores cuando conviene. En este caso no interesa.

Paseando por Chandni Chowk en Vieja Delhi (si acaso se puede llamar paseo al ya comentado ejercicio de malabarismo que supone andar por Delhi), entramos al primer templo Hindú. De camino al Fuerte Rojo nos encontramos un montón de Sijs que se descalzaban, se lavaban manos y pies y, con las palmas de las manos juntas a la altura de sus largas y recogidas barbas, entraban en un templo. En el momento en el que me disponía a sacar la cámara de fotos de la mochila, un anciano sij comienza a gritar algo. Me voy a llevar la primera reprimenda y sin sacar la cámara de la funda… pienso… pero no. Un amable señor nos pide que le acompañemos, nos lleva a una oficina donde nos explican que podemos entrar, dejando las chanclas en la oficina y cubriendo nuestra cabeza con el pañuelo que nos prestan, pudiendo hacer las fotos que queramos y preguntar lo que nos apetezca. También nos dan un folleto en español explicando que es el sijismo. La experiencia dentro del templo, con músicos rezando y cantando pasajes de su libro sagrado, el Guru Granth Sahib es sensacional.

No tardó mucho en llegar Teji, quien nos enseñó el templo, la cocina y el comedor gratuito, siempre abierto para cualquiera, independientemente de su raza y credo. También nos contó las maravillas del Templo Dorado de Amritsar, donde él, como tantos otros sijs, acude de voluntario para trabajar y ayudar en lo que pueda. Tras nuestra estancia en Rishikesh, alejándonos temporalmente del Ganges, cogimos nuestro primer tren hacia el Punjab, tierra de los orgullosos Sijs.

Tras pasar la primera noche en una Guest House, ya que el pabellón de extranjeros estaba lleno, comenzamos nuestra pequeña experiencia en el templo más sagrado de una creencia que se caracteriza, entre otras cosas, por reunir partes del hinduismo y del islam. Su texto sagrado, el Guru Ganth, fue compilado en vida por los diez Gurús que crearon y dieron forma al sijismo. Destacamos algunos aspectos como la negación del sistema de castas hindú y reconociendo a las mujeres como poseedoras de un alma.

Pasar un par de días en el Templo Dorado es una de esas experiencias que siempre perdurarán en la memoria. Desde el cochambroso dormitorio donde dormimos y conocimos a los más variopintos viajeros, viendo como centenares de indios duermen juntos, comiendo en su gigantesco comedor, que funciona las 24 horas del día sin descanso, observando a los sijs orar, limpiar, cuidar, restaurar y, sobre todo, mostrar su orgullo por la maravilla que supone todo el complejo del Templo Dorado. No es para menos. Tras recorrer diversas partes de la ciudad y del templo, contemplar el brillo del Hari Mandir Sahib (hecho de mármol y cubierto, según dicen, por 750 kg. de oro) a distintas horas del día y de la noche y tras relajarnos sentados a la orilla del estanque que rodea este soberbio edificio, dejamos lo mejor para el final. Entras al Hari Mandir Sahib tras recorrer, con centenares de fieles, el puente de los Gurús y, de nuevo, tus emociones se desbordan junto a los cuatro músicos que acompañan al sij que canta-reza los pasajes de su libro sagrado. Decenas de ellos se sientan a orar por las esquinas de este edificio, especialmente en la segunda planta, donde otro sij lee partes del Guru Granth original. Para imaginar lo que sienten aquí deberíamos imaginar cómo se sentiría un musulmán ante una copia original del Corán escrita por Mahoma o un católico ante la Biblia compilada por Jesucristo.

La hospitalidad infinita, el buen carácter que se esconde tras las ceñudas caras, los turbantes y la fiereza de las armas que portan los sijs (lanzas, cuchillos, espadas, hachas…) así como la tolerancia que solo parece tener fin cuando alguien ha consumido alcohol en el templo, hacen de estas gentes la cara más amigable de los indios. Tal vez su ansia secesionista hacia el resto de la India esté justificada, tal vez no, no lo sabemos. Seguramente, como todo en este mundo y sobre todo en estas tierras, tendrá su aspecto negativo, pero nosotros no lo hemos conocido.

Dejando atrás el Punjab, en un autobús conducido, como no, por un sij, podemos afirmar que pasamos más miedo que en ningún otro medio de transporte que jamás hayamos probado. Pero la forma de conducir es la que es y hay que acostumbrarse, a partir de ahora buscaremos siempre los asientos traseros. Rezando a todos los dioses que hemos conocido en este país, nos dirigimos hacia Dharamsala, donde haremos un rápido transbordo hacía McLeod Ganj, sede del Gobierno Tibetano en el exilio.

Ya en el autobús pudimos ver al primer monje tibetano, con su túnica roja y su cabeza rapada, despertando la ansiedad y la alegría de lo que íbamos a ver en este punto del camino. Aun así, cuando llegamos la noche del 21 de octubre, no teníamos ni idea de lo que íbamos a hacer los próximos días. Pues bien, el domingo 23 de octubre de 2011 pasamos casi todo el día en una clase de Religión, Budismo y Meditación. Ahora estaréis pensando que ya se nos ha ido la chapa, pero cambiará vuestro parecer cuando sepáis quien era el profesor. Pues ni más ni menos que Su Santidad, el XIV Dalai Lama, Tenzin Gyatso. Hemos tenido la suerte de poder asistir a sus clases, con traducción al castellano, teniéndolo a unos cincuenta metros.

Ver al Dalai Lama, oírle hablar, bromear y reír, supone otra experiencia donde las emociones vuelven a invadirnos. Pero no es solo por estar delante de él. La llegada a McLeod Ganj supone ver y sentir lo que ya habíamos leído y visto en la tele muchas veces, en especial en la novela de Javier Moro, Las Montañas de Buda. Pensar en la historia que se esconde detrás de cada monje o monja, detrás de cada tibetano y tibetana con quién te cruzas, viendo la realidad de la historia de su pueblo, la destrucción de su cultura, la humillación de ser borrados de la memoria, deja de ser una novela para convertirse en una realidad. Nosotros nos tenemos por personas optimistas, pero imaginarse en el lugar de Tenzin Gyatso, como representante de todo un pueblo que vive en un pedazo de país que no es el suyo, las fotos del Palacio de Potala y Lasha en cada restaurante, los pocos objetos de su pasado que conservan en un museo donde las fotografías de la destrucción de sus templos sobrepasan en mucho a esas cartas, sellos de correos y pasaportes de lo que alguna vez fue un país llamado Tíbet. Pese a todo ello, sorprende ver la esperanza y buen humor que el Dalai Lama trasmite con sus gestos y palabras.
La primera sensación que tenemos cuando nos cruzamos con algún tibetano es que son muy serios, casi parece que les molesta nuestra presencia. Pero solo al devolverles una sonrisa y un sencillo saludo, esa expresión cambia a lo que mejor representa al Tibet, su gente y su líder espiritual, la compasión, la esperanza y, de una forma incomprensible para nosotros, el buen humor, también representado en esas risas pegadizas que intercalaba en su discurso Su Santidad el Dalai Lama.

También hemos pensado en que la visión de la situación del Tíbet en la actualidad y desde que el ejército chino entró en Lhasa para imponer la Revolución Cultural es parcial, no conocemos la versión de China. Todos los que nos conocéis sabéis cuales son nuestras inclinaciones políticas. Pero nunca, nunca jamás, se puede justificar ni una milésima parte de lo que hemos visto. De ningún modo una ideología debería de llegar al extremo de causar el daño a ningún pueblo, a sus creencias y a su legado cultural. Por parcial que sea la visión que hemos obtenido, la realidad de lo que aquí se vislumbra no se puede obviar. En la línea de lo que habíamos escrito sobre la situación social de los indios, derivada del sistema de castas, vemos como el mundo entero da la espalda a un pueblo que ha de conformarse con un recuerdo, un pedazo de tierra al pie del Himalaya. En occidente preferimos vender Coca-Cola a los chinos y comprar sus baratos productos.

Para finalizar esta entrada, nos gustaría señalar algo en común que hemos podido comprobar entre hindús, sijs y budistas, tal vez por su origen común, tal vez por su coexistencia. En todo momento nos han hecho partícipes de sus celebraciones, rituales, oraciones y demás, siempre nos han invitado a entrar en sus templos. El mensaje de tolerancia y aceptación está presente en estas tres religiones o, mejor dicho, culturas, puesto que a diferencia de lo que nosotros conocemos y vivimos como tal, estas creencias están presentes en cada rincón de su existencia, impregnándolo todo y, sin excepción, abiertas a unos viajeros con ganas de conocer y aprender.

sábado, 15 de octubre de 2011

Aclimatándonos en… ¿Delhi?

Pues sí. Tras 18 horas de vuelos y escalas, más los traslados hasta Madrid y el transporte de la capital Española, llegamos a Nueva Delhi. Seguro que hay mil millones de lugares para empezar un viaje, sobre todo si se empieza por India, pero es lo que toca y apetece.

Tras pasar el control de pasaportes, coger el metro y caminar unos veinte minutos entre el tráfico de Delhi, comenzamos la tarea de buscar alojamiento, más rápida y menos agotadora de lo que podíamos imaginar. El primer día fue como una nebulosa. Tras la ducha, la búsqueda de un sitio para comer, el primer talhi comido con los dedos y un esfuerzo bestial por no quedarnos dormidos a las seis de la tarde, logramos aguantar e irnos a dormir a una hora más práctica.

Lo primero que te llama la atención de Delhi son los pitidos de todo cuanto tiene ruedas, algo que te acompaña en todo momento desde las siete de la mañana hasta las doce de la noche. Moverse en esta ciudad es todo un ejercicio de malabarismo. Como si de un videojuego se tratase, esquivas rickshaws, motos, coches, carros, piedras, montones de basura y gentes. Una vez le pillas el tranquillo puede llegar a ser hasta divertido. Las aglomeraciones de gente son espectaculares, pero algo destaca sobre cualquier otra cosa que se haya visto: las colas. Hacen cola para todo, grandes y apretadas colas de indios pueden ser vistas en cualquier rincón de la ciudad, aunque nuestras preferidas son las del metro, tanto en la entrada como en las plataformas antes de subir al tren… Incredible India! Lástima que las fotos estén prohibidas en el interior porque es para verlos.

Por otra parte, lo siempre dicho de Delhi, es una ciudad de grandísimos contrastes. Mansiones junto a un campo de golf (en el centro de la ciudad, nada de las afueras), y familias enteras viviendo en sus inmediaciones con lo puesto. Parques y monumentos grandiosos, con niños trabajando en casi todos los comercios. Avenidas kilométricas y estrechas calles en las que se agolpan centenares de personas pertenecientes a todas las cultur as que habitan este país.

Es un caos monumental, pero una maravillosa mezcolanza de lo viejo y lo nuevo, de grandiosos recuerdos del pasado y pequeños detalles que dejan desconcertado a todo el mundo. Es una ciudad agotadora, la cantidad de estímulos a los que te somete colapsa la mente y te dejas llevar por un ritmo frenético y único.

Como también se dice de Delhi y de toda India, es dura, pues a cada momento observas escenas que en nuestro entorno son inimaginables. La pobreza, el trabajo infantil, las discapacidades y el sistema de castas son omnipresentes.

Sin embargo, para nosotros, los turistas, los que venimos a ver el Taj Majal y a comer pollo tikka, para hacer fotos y pasarlo bien, esto son solo tristes anécdotas, y no encontrando una respuesta apropiada en nuestro repertorio sobre cómo actuar en esta nueva situación, decidimos meter nuestros valores en el bolsillo y, con la vista al frente, continuar nuestro camino. Nos damos cuenta de lo afortunados que somos, y eso que somos conscientes de que aún no hemos asimilado ni una milésima parte de lo que hemos visto. De todos modos aún es pronto, nos queda mucha India por ver y, sobre todo, descubrir como encajar estas experiencias en nuestras vidas.

Y para descansar de una ciudad de más de doce millones de habitantes, con su ruido y ritmo infernal, no hay nada como coger un tren hacia el norte. Nos vamos para Haridwar, para contemplar por primera vez el sagrado Ganges y, en breve, contemplar (aunque sea de lejos) el techo del mundo, nos vamos camino de las faldas del Himalaya.

viernes, 7 de octubre de 2011

Todo llega...

Lunes 3 de octubre de 2011. Terminados de ordenar los papeles y el botiquín, listado de las cuatro tonterías que faltan y subida de pulsaciones. Voy a preparar la mochila, ver que falta y que sobra. Se cuenta por días, pues ya no vale la pena emplear decimales y contar por semanas los que nos falta para irnos…
Jueves 6 de octubre de 2011. Pues no, la mochila la hicimos anoche… los últimos días antes de partir han sido un tanto extraños.  La mezcla de emoción y de tensión, de alegría y de tristeza, nos causa un efecto difícil de identificar. Pero ya estamos en marcha. Lo que hace años eran dos sueños y hace meses una idea, se materializa y el torrente de sensaciones a penas nos deja ser conscientes de lo que está pasando.
La partida es solo una parte del viaje que, realmente comenzó hace tiempo, pero que solo  ahora empieza a ser perceptible. Ya no pensamos en irnos, pensamos en el viaje, en el camino, en lo que nos espera por delante, pero también en todo lo que se queda. Os echaremos mucho de menos, más aún a quién aún no conocemos y no sabemos cuándo vamos a conocer.
Os seguiremos contando mil historias, pero hasta entonces, gracias a todo el mundo que nos ha ayudado, pues todos formáis parte de esto y de todos vosotros nos llevamos algo. Os echaremos de menos.

Gracias a tod@s