domingo, 18 de diciembre de 2011

Fundación Vicente Ferrer



Ya nos habían hablado varias personas de la gran experiencia que supone visitar la Fundación, pero  las grandes expectativas creadas no consiguieron eclipsar nuestra corta estancia. Cuatro días en la fundación consiguieron sorprendernos, alegrarnos, hacernos llorar, llenarnos de admiración, de gratitud y agotarnos emocionalmente. Cuatro días vividos muy intensamente.

Con la llegada a la estación de tren de Anantapur, en Andhra Pradesh, ya empezó a encenderse una chispita. Anantapur, el lugar desde el que recibimos las cartas que nos envía la Fundación, con dibujos, fotografías y la última hasta con un escrito de Gurulatsmi, la niña india que tenemos apadrinada desde hace unos años. Fuera de la estación preguntamos cómo llegar a la Fundación y parece que todo el mundo la conoce, cogemos un rickshaw para llegar. Una vez allí nos recibe una chica india que habla un español perfecto, no nos lo podemos creer. Nos conduce a nuestra pulcra habitación (la primera vez en 2 meses que podemos decir esto), y nos enseña la cantina donde podemos desayunar, comer y cenar, todo a cargo de la Fundación. El ambiente que se respira allí dentro es muy tranquilo, sin ruidos de coches, gentío y limpio allá donde mires. Nos dicen que es demasiado tarde para ir a visitar proyectos, así que pasamos el resto del día paseando por el campus, comiendo una buena cena y disfrutando de la buena compañía de voluntarios y cooperantes españoles que pasan una temporada allí. Ansiosos por saber cosas sobre el funcionamiento de la Fundación empezamos a avasallarlos a preguntas, menos mal que esta buena gente goza de buena paciencia.

Al día siguiente por la mañana empezamos nuestras visitas. Una de los 70 traductores indios que trabajan allí nos guía en la visita y nos traduce cuando es necesario para comunicarnos con los locales. Nos dicen que vamos a acompañar a un grupo de empresarios vascos a la inauguración de las 48 casas que ellos, junto con su empresa, han costeado. El pueblo al que vamos está a más de dos horas de camino. Cuando llegamos encontramos a todo el pueblo esperándonos,  nos da miedo bajar del coche. Todo el pueblo está allí, con adornos de guirnaldas y muchas flores, una banda de música, una pancarta que dice “wellcome spanish friends” y unos enormes collares de flores esperando para nosotros. Todo el pueblo formando un pasillo para que pasásemos por medio mientras nos saludan muy alegres. Y la música sonando. Acompañados por Moncho, el hijo de Vicente Ferrer, nos dirigimos a la primera casa que hay que inaugurar. Una cinta en la puerta, unas tijeras para cortarla, una placa conmemorativa,  la foto de Vicente Ferrer, otra de una deidad hindú, flores, muchas flores para decorar, incienso y un coco para realizar el ritual de inauguración y la prensa local haciendo fotos. Una de las empresarias procede a la inauguración: tres vueltas con el coco delante de las fotos y a romperlo contra el suelo de un solo golpe, tres vueltas con los inciensos, cortar la cinta que sella la puerta y entrar con el pie derecho. Allí, la familia que va a vivir en la casa, la recibe poniéndole un gran collar de flores y el punto rojo en la frente. Entramos a ver la casa. Se trata de una pequeña casa cuadrada dividida en 2 habitaciones. En la de dentro hay unas baldas donde guardan los utensilios de cocina y en el suelo un agujero de piedra que utilizan para moler grano y especias. Para dormir, indistintamente cualquiera de las dos habitaciones. Salimos de la casa, y mientras todo el mundo nos mira con ilusión, nos separamos en pequeños grupos para poder inaugurar el mayor número de casas posible. De camino a la siguiente casa, la gente del pueblo nos acompaña, saludándonos, dándonos la mano, y los niños nos preguntan por nuestro nombre y caminan cogidos de nuestra mano, incluso alguno se atreve a darnos algún beso, ya que aunque no forma parte de su cultura les han dicho que a los españoles nos gusta dar besos. Acompañamos a otro vasco que inaugura la siguiente casa con el mismo ritual, y cuando aún no ha terminado, la traductora dice: “Esther y Javi, acompañadme”. En pocos pasos estamos delante de otra casa que hay que inaugurar. Javi decide que es el turno de Esther. Me pongo muy nerviosa, no había imaginado que yo tendría que inaugurar una casa, nosotros solo íbamos a acompañar, y quiero hacerlo bien, para esta gente parece que esto es muy importante. Allí está la familia que va a vivir en aquella casa, madre, padre y 2 niños. Me ponen otro bonito collar de flores y me repintan el punto en la frente. Estoy frente a la cinta, me dan las tijeras, pregunto todo el tiempo qué tengo que hacer y cuando. Corto la cinta, entro a la casa sin olvidar hacerlo con el pie derecho. Dentro el coco, le doy 3 vueltas enfrente de la foto de la deidad hindú y lo rompo contra el suelo. No hay suerte a la primera y necesito un segundo golpe, estoy muy nerviosa. Pero ellos parecen muy contentos, en su rostro se puede ver una gran ilusión y parece que más grande si cabe es la gratitud. Me dan las gracias muchas veces, están emocionados y yo puede que más. Nos explican que antes vivían en una cabaña pero era muy mala cuando venían las lluvias. Al salir puedo verla, una minúscula casa redonda, con paredes de ladrillo y barro y el techo de paja. Nos dan plátanos como muestra de agradecimiento. Vamos a la siguiente casa, ahora es el turno de Javi. Mismo ritual y ganas de hacer correctamente algo sin saber muy bien que es. Pero lo que más cuesta comprender es por qué tanto agradecimiento, lo que para nosotros es una insignificante contribución para ellos se traduce en una mejora vital de su calidad de vida. Una casa humilde, práctica, pero una casa que les permite cambiar su vida para mejor, te alegras de ser partícipe y casi te avergüenzas por tanto agradecimiento. Te alegras de ser tu quien ayuda y no quién la recibe.

Pero la montaña rusa de emociones no termina aquí, para el día siguiente está preparada la visita para conocer a Gurulatsmi y a su familia. Cuando llegamos a su humilde casa la reconocemos con rapidez gracias a las fotos que recibimos en casa (aquel lugar que ahora mismo queda tan lejos). Allí están esperándonos su familia y algunos simpáticos vecinos. Es casi increíble estar allí. Saludamos a la niña, a su hermano de 10 años (2 menos que Gurulatsmi), a su mamá, papá, tíos y 2 primos que comparten las 2 pequeñas habitaciones que tiene la casa. Dos grandes collares para nosotros y unas sillas donde poder compartir con ellos una mañana y conocer un poco como es su día a día. Les preguntamos por sus trabajos, el colegio de los niños, si les gusta estudiar, a qué les gusta jugar, y qué quieren ser de mayores: Gurulatsmi médico y Shiva policía, pero de los buenos. Qué día de fiesta si recibiésemos una carta de esa niña convertida en una mujercita informándonos del éxito de sus estudios. Intercalamos conversaciones con intercambios de regalos; ropa para la familia, utensilios de cocina para la casa, una comba y libros para los niños, caramelos para la familia y los vecinos, y ricas galleras para nosotros, agua de coco y una bonita canción cantada por Gurulatsmi para nosotros. Seguimos emocionándonos al recordarlo. Ellos nos hacen pocas preguntas, parecen todavía más nerviosos que nosotros, sobretodo la niña, pero la expresión de sus caras habla por sí sola. Nos dan las gracias por haber venido desde tan lejos. Unas fotos de familia y visitamos el colegio de la Fundación con hay en el pueblo. Allí jugamos con los niños, les enseñamos a jugar al “Corro Manolo” y ellos nos enseñan un juego de adivinar quién toca tu nariz. Lo pasamos genial, y para finalizar, los jóvenes del pueblo improvisan para nosotros unas cuantas canciones de percusión. Solo una mañana y ya les hemos cogido cariño, nos vamos con pena y con calorcito en el corazón al saber que hemos contribuido un poco a que esto sea posible. Quizá haya una próxima vez, sería muy interesante volver tras unos años y ver cómo les va.

Y entre inauguraciones y bonitos encuentros, visitamos distintos proyectos de la Fundación: un gran hospital, centros educativos para niños discapacitados, talleres de formación para el empleo para mujeres solteras, divorciadas y viudas, talleres de formación profesional para discapacitados, y muchos más proyectos sobre ecología y otras áreas que no tuvimos tiempo para visitar. Estos trabajos son importantes cuando se desarrollan en España, pero después de conocer un poquito las peculiares características de India, nos parecen mucho más que eso. Un lugar donde una mujer viuda o abandonada por su marido tiene pocas más salidas que dedicarse a la prostitución y donde para poder casarse las familias se endeudan de por vida para conseguir una buena dote. La Fundación trabaja procurándoles los medios para obtener un oficio digno; un lugar donde la vida de los dálits (casta inferior) tiene muy poco valor dentro de la sociedad, e imaginad el valor que puede llegar a tener la vida de un dálit que además padece cualquier tipo de discapacidad, aquí la fundación trabaja por su inclusión social; dando un valor primordial a las coberturas sanitarias, haciéndolas llegar a todas las personas de este distrito, independientemente de su condición social, y poniendo los medios para que todos los niños puedan acceder a la educación. Tal vez la clave del éxito de los proyectos sea que es la gente local la que está llevando a cabo todo el trabajo, la Fundación les da el empujón y les ayuda, pero finalmente son los locales quienes aprenden a colaborar con el objetivo de vivir un poco mejor.

De nuevo un tren nocturno nos aleja de lo que vamos conociendo, escala en Bangalore y destino Mysore. Bonita ciudad que no consigue hacernos sentir del todo a gusto. Varias opciones, como todo el viaje por India, todas atractivas pero ninguna nos convence. En el último momento (justo cuando cogemos las mochilas para irnos de Mysore sin saber a donde), Esther comenta: ¿y si volvemos a Gokarna?

Un día y medio más tarde volvemos a pisar la arena de Kudle Beach. Tenemos la sensación de que casi todas nuestras expectaciones en la India se han visto cumplidas y estamos cansados. Nada que unos días de vuelta a nuestro pequeño paraíso, ahora un poco más lleno y bastante más ruidoso gracias a pequeñas ordas de indios, no pueda curar. Nuestros ojos vuelven a mirar al este, volviendo a tener la sensación de hace ya más de dos meses, de dejar algo conocido para entrar en otro mundo. Más ilusión, algún nervio,  muchas ganas y más horas de autobuses y esperas hasta el vuelo que nos dejará, para la cena del 20 de diciembre, en la tierra de los Noodles y el Moi Tai.
Nos vemos en Bangkok.

domingo, 11 de diciembre de 2011

Siempre me gustó ir al Sur, es como ir cuesta abajo…


Y muy a nuestro pesar, dejamos la playa… pero empecemos por el principio.

Como os decíamos, dejamos Rajastán en un tren nocturno que habría de finalizar su trayecto a las cuatro de la madrugada. Nos aprovisionamos de alimentos y esperamos a las once de la mañana para coger el tren que, veinte horas más tarde llegaría a nuestro próximo destino. Puntual y eficiente, el Cucarachita Express (podéis imaginar por qué lo bautizamos así), nos dejó en el sur de Goa, llegando a la playa de Patnem, pues nos habían dicho era muy tranquila. Y lo era, sobre todo comparándola con la vecina Palolem y sin querer imaginar cómo serán las mega turísticas playas del centro de Goa. El caso es que llegamos, encontramos el alojamiento más barato que pudimos, desayunamos huevos fritos con panecillos calentitos y nos fuimos a la playa (doscientos metros más allá…). Mucho restaurante, tumbonas y turistas extranjeros, pero unas preciosas playas, separadas por rocas negras como el carbón y flanqueadas por palmeras. Un pequeño paraíso con todas las comodidades e inconvenientes de las zonas bien preparadas para el turismo.

Y los días comenzaron a pasar tranquilamente. Levantarte, caminar hacia la playa, darte un baño, desayunar, ir a otra playa, comer, bañarte, ver la puesta de sol, cenar… la vida más dura que podáis imaginar.




Pero nuestro rumbo hacia el sur continuaba, ahora en busca de aquellas playas que una mujer norteamericana nos recomendó estando en Amritsar (lo que queda ya lejos, pareciendo imposible que eso fuese hace tan solo mes y medio en el mismo país). La llegada a Gokarna se vio marcada por buenas caminatas cargados de mochilas, conversaciones interesantes con gente cuyo estilo de vida desconocíamos y, cuando finalmente llegamos a Kurle Beach, cansados, viendo que la playa no parecía el paraíso que habíamos imaginado y tras visitar unas cuantas habitaciones (por no llamarlas zulos, lo que nos alejaba aún más del paraíso), cayó la noche y con ella la decepción, antes incluso que la puesta de sol. Pero a veces todo llega. Descubrir unas acogedoras cabañas, darte una ducha bajo las palmeras y terminar durmiendo mientras oyes el mar tras una buena cena lo cambia todo y, aunque la playa no era tan espectacular, el ambiente era radicalmente distinto. La puesta de sol descubrió el carácter de Gokarna. Gente con malabares, tocando instrumentos, pocos garitos y nuestra preciosa cabaña bajo las palmeras, su sendero hacia la playa y el placer de conectar con un lugar. Nuestro hogar durante cuatro noches nos ayudó a bajar más aún las pulsaciones. De nuevo paseo a la playa, baño y comida, haciendo nada y disfrutando de la selva, la playa, las gentes y no tanto de los mosquitos.

Como comienza a ser habitual, el momento de la partida nos apena, hay fecha fija para llegar a la Fundación Vicente Ferrer y queremos ver Hampi, que casi sacrificamos. Pero compramos unos billetes de bus nocturno en clase sleeper y, como decíamos, muy a nuestro pesar dejamos Kurle Beach, el lugar donde pasa el tiempo sin sentir, donde te despides del camarero nepalí del restaurante con un abrazo y de la gente de tu Guest House prometiéndote que volverás. Llegamos a un agujero y nos marchamos de un paraíso… menos mal que al empezar a rellenar otra vez la mochila, comienzas a llenarte con la ilusión de la nueva etapa. Y que lo que tenga que venir surja de nuevo…


Cuando los caprichos del hombre se unen a los de la naturaleza.

Y cuando esto ocurre, raramente, pues normalmente la tendencia es fastidiarlo todo, se llama Hampi. En varias ocasiones habíamos conseguido evitar viajar en bus por la noche, la clase sleeper en bus parecía una experiencia que no íbamos a vivir, eligiendo siempre la a veces confortable, a veces menos, sleeper class en tren. Pero todo llega en este país y al final nos encontramos esperando a un bus con literas para desplazarnos a la tan recomendada por todos Hampi. El espectáculo de subirse al bus con un grupo de israelís y un encargado ebrio hasta las trancas fue divertido, al estilo película de los Hermanos Marx. Y a pesar de todo la noche fue tranquila. Y tras la noche y una parada para tomar un chai, un sol limpio comenzó a despuntar entre suaves y gigantes rocas, fracturadas de extrañas formas y acompañadas de ruinas, plataneras y lagos. Confusión de conductores de rickshaw ávidos cuales buitres ante un cadáver al divisar un autobús llenito de guiris. Nada que un tranquilo desayuno a la espera de la calma no pueda solucionar. Nos sumamos un punto al esquivarlos y llegar en cuatro minutos al pueblo. Pobres de aquellos que pagaron por tan menuda distancia…

En el hotel coincidimos con Yocelyn. Esta simpática chilena nos acompañó durante los dos días de caminatas por los lugares más fantásticos que se puedan imaginar. Y del mismo modo que Indiana Jones penetró en nuestros recuerdos en Jhodpur, aquí nos sentimos como la Compañía del Anillo o como Lara Crof, caminando entre ruinas de templos inimaginables y paisajes de rocas imposibles. Increíble. Pero nada de lo que os contemos puede explicar este lugar. Las fotos difícilmente pueden mostrar la realidad. Hampi hay que verlo y sentirlo.


Y de nuevo partimos con ganas de disfrutar más del lugar, pero nos esperan el día 6 de diciembre en la Fundación Vicente Ferrer. Presuponemos vivir algo distinto mientras nos dirigimos entre autobuses y trenes locales, comiendo samosas y charlando con la gente que se apiña entre estaciones. Otro desplazamiento sin butacas libres, sentados en las puertas del vagón, siempre abiertas, contemplando el paisaje y el sol que avanza tan despacio como el tren.

martes, 22 de noviembre de 2011

Cruzando el sereno Rajastán


Tras los ajetreos de Uttar Pradesh y más de un mes dando tumbos por la India, nuestros ojos comienzan a mirar hacia las tranquilas playas del Mar Arábico. Y hacia el sur nos habríamos dirigido de no ser por la atracción que tiene, para nosotros y casi todo el mundo, adentrarse en Rajastán. Los míticos turbantes, bigotes y zapatos picudos, el desierto, los camellos y las grandes fortalezas Rajputas convierten esta zona en una de las más turísticas y, tras nuestro paso por aquí, no nos extraña que lo sea.


Jaipur. La ciudad rosa

Entrando en autobús a Jaipur ya se empieza a notar la diferencia con el resto de las zonas visitadas. Montañas de roca caliza bordeadas por murallas repletas de arcos y avenidas más amplias. Los contrastes empiezan a verse desde la ventanilla del bus. Grandes centros comerciales y gigantescos edificios con fachadas de cristal que reflejan carros tirados por camellos y a elefantes que circulan entre el caótico tráfico. Grandes joyerías, restaurantes y hoteles de lujo y, en la puerta, grupos de niños descalzos pidiendo rupias y recogiendo botellas de plástico. Se nota el poder económico de la ciudad y que la mano de la colonización inglesa fue estrechada, penetrando mucho más en la arquitectura y en la sociedad de la ciudad rosa. Y rosa es porque fue pintada así por un Maharahá ante la visita de Eduardo VII cuando era Príncipe de Gales, amistad entre realezas hoy en día conservada. Que se diviertan jugando al polo mientras seguimos buscando un lugar barato donde desayunar.

Respecto a la parte de visitar y conocer los distintos zocos de artesanos, los edificios y demás zonas bellas de la ciudad, se conocieron a medias. Y no por falta de tiempo, si no por unos dulces que Javi comió, que no sabían muy bien y le dejaron disfrutar de un relajado día charlando con el señor Roca. Esther, por su cuenta, pudo disfrutar del atardecer sobre la ciudad rosa, de los edificios construidos a lo largo de siglos por los maharajás de Jaipur y, ante todo, de los decorados elefantes que paseaban por las calles, las bellas telas que confeccionan y muestran las tiendas callejeras y de estrechas y escondidas calles, apartadas del bullicio, que terminan en magníficos patios semi-abandonados. Y para coronar nuestra visita, nos sorprendimos bailando en plena calle con unos agradables sijhs que celebraban una boda, luces, músicos y novio en carroza incluidos.







Jodhpur. La ciudad azul

Después de tantas semanas rodando por la India, Jodhpur es uno de esos lugares que pueden devolverte las ganas de seguir viajando durante más tiempo, que te animan y te inspiran. Nada más salir de la estación del tren, a pesar de estar en plena ciudad nueva, con su alcantarillado abierto, su ruido y suciedad, levantas la mirada y te asombras ante el Meherangarh, un sorprendente castillo en lo alto de una colina de 125 metros de altura, con impresionantes muros y palacios. Al acercarte a la ciudad vieja, dejando atrás una bonita torre del reló y, sobre todo, al dirigirte hacia la entrada del Meherangarh te puedes sentir como Indiana Jones en el Templo Maldito llegando al castillo del Maharajá.

La visita turística al fuerte y los palacios y el deambular por la ciudad vieja, con un azul deslumbrante (en este caso por un motivo mucho más útil que el rosa de Jaipur, puesto que se pintan para evitar al calor y los insectos), es una auténtica maravilla. Cenar viendo esta obra iluminada y levantarte antes de las siete de la mañana para ver su murallas pasando del blanco al rojo mientras el sol se levanta junto a un palacio, es el tipo de experiencia que buscas en cualquier viaje. Entiendes porque a todo el mundo le gusta Rajastán.


Españoles en Jaisalmer

xSi el Meherangarh de Jodhpur nos maravilló, no fue para menos la llegada al desierto del Thar y la increíble Jaisalmer. De nuevo el Dr. Jones se mete en nuestros cansados cuerpos tras horas de autobús para pasear por una ciudad sacada de un sueño. Murallas, havelis (palacios) y casas color miel salpicadas de filigranas arquitectónicas en mitad de la nada del desierto. Para colmo y, como respuesta a un comentario casual que fue algo como: “…llevamos un montón de días sin conocer a nadie majete ¿no?...” nos vimos, cual bola de nieve que crece. Comenzamos con una chica alemana, seguimos con una pareja del País Vasco, sumamos dos españolas más y un argentino en la comida y, para terminar el día, cenamos en la antigua casa de un primer ministro convertida en un precioso hotel invitados por su simpático dueño, junto con una italiana y una coreana al más puro estilo indio, en el suelo, con las manos y del mismo plato, compartiendo la comida y unas risas. Lástima que la diversidad de la India nos vaya llevando por caminos distintos y solamente podamos disfrutar de un día de conversaciones, risas y, finalmente, intercambios de mails, esperando volver a vernos, en este país, en el nuestro, o en donde sea…



Para rematar la visita al desierto, no hay nada como conseguir una moto por unos tres euros (aunque después pagásemos cuatro por cinco litros de gasolina…), perderse por las ruinas del desierto, sentir la arena de las dunas bajo nuestros pies, adelantar a un solitario camello en una recta rodeada del árido paisaje, descubrir una colina desde la que divisar un pequeño oasis, en el que refrescarte y ver llegar a docenas de vacas y cabras a beber, acompañadas de pastores del desierto. Acostumbrados a terminar las jornadas cansados de trabajar-estudiar y realizar tareas domésticas, concluir la agotadora jornada cenando en la terraza del hotel, tras la ducha y la visita al Thar, con otras simpáticas españolas y una holandesa, no tiene precio (y aquí realmente es muy poco…). Dejar Jaisalmer al día siguiente nos apena, nos habría gustado estar de algún día más, pero tenemos billetes de bus y tren para llegar a Udaipur, parando de nuevo en Jodhpur. El viaje ha de continuar. Sitios maravillosos y gente de lo más variado y de lo más agradable. No hay duda de que estos momentos se repetirán, por lo que agradecemos los instantes vividos y volvemos a pensar en la próxima parada.


Luces en la noche de Udaipur

La última etapa en Rajastán, tras un agotador domingo de trayectos en tren, nos lleva hasta Udaipur. Queríamos comprobar si era tan bonito como nos habían dicho. Al llegar solo evidenciamos la belleza de la habitación que conseguimos a muy buen precio. Nuestro pequeño palacete con “sofá” incrustado en el hueco de la ventana, un bonito arco y una comodísima cama. A la siguiente mañana podríamos disfrutar del Lago Pichola y las islas y palacios que hay en él. Udaipur es una ciudad muy turística, llena de tiendas y joyas como el Palacio de la Ciudad y el Templo de Jagdish. Pero cuando el sol cae tras las montañas al oeste de la ciudad es cuando esas joyas brillan y deslumbran. Desde la multitud de restaurantes y terrazas de hoteles te puedes maravillar ante los iluminados palacios, reflejándose sobre el lago, ante el Palacio de la Ciudad, que mira a los montes circundantes, en los cuales también brillan las luces de lejanas construcciones. Es una maravilla sentarse a contemplar esta ciudad de noche, para después irte a dormir como en los cuentos que oíamos de pequeños. Es un lugar donde sentirse como la princesa de las historias, o como el aventurero de las películas. Un bonito broche a nuestra visita a Rajastán.

Dejamos esta zona y, como nos ha pasado varias veces en este viaje que solo acaba de empezar, con pena por los lugares que no hemos visitado y con ganas de llegar a la siguiente etapa. Ahora es cuando toca poner rumbo al sur, pasar dos días comiendo y durmiendo en tren, dejar atrás Gujarat, Mumbay y las zonas más turísticas de Goa. Ahora toca buscar playas aisladas, rodeadas de selva y, si tardamos en volver a hablar con vosotros, no os preocupéis, estaremos haciendo nada a orillas del Mar Arábico.




jueves, 10 de noviembre de 2011

La ciudad más antigua del mundo… en el segundo país más poblado del mundo


Desde que llegamos, hace un mes, a la India, hemos recorrido varias regiones. Desde el orgulloso Punjab, al grandioso Himachal Pradesh, pasando por Uttarakhand y completando este primer mes con Uttar Pradesh, en las zonas más turísticas como Agra y en las menos, como Allahabad o Mathura. Durante un mes ha sido imposible escapar a las ciudades, superpobladas y supercontaminadas, con sus ajetreos y su constante ruido, salvo los días pasados en Rishikesh y, por supuesto, en McLeod Ganj.

Las ciudades indias siguen un patrón común. Una parte más nueva, donde bloques de ladrillo y hormigón se suceden entre templos, algún parque y centros comerciales de diversos tipos. A lo largo de avenidas y calles relativamente anchas, el tráfico de coches, motos, bicicletas, vacas, rickshaws y ciclorickshaws se sucede con el constante sonar de los pitidos en una competición por pasar primero por donde no se puede. Por otra parte están los suburbios, que solamente contemplamos desde el autobús o el tren cuando entramos o dejamos una de estas ciudades. Impactan los pueblos chavoleros de los que, cada mañana, ves salir a docenas de personas a hacer sus necesidades junto a las vías férreas, entre toneladas de inmundicias y basuras. El lento avance de los trenes en las afueras de las ciudades ofrece una panorámica de la parte más bestia de este país. Por otra parte, en todas las ciudades se encuentra la ciudad vieja, que suele consistir en un bazar de calles serpenteantes donde los vehículos más pequeños se entrecruzan con centenares de indios e indias, entre tiendas, talleres, puestos de chai y de comida.


Estas zonas, repletas de construcciones bajas, viejas y casi en derrumbe son las que suelen albergar los templos más antiguos, los hoteles económicos y cuando algún río sagrado, como el Yamuna o el Ganges, serpentea a su lado, los magníficos e impresionantes Ghats.

Pero si alguna ciudad puede presumir de casco antiguo (con todo el respeto a Vieja Delhi y demás ciudades) y, sobre todo de ghats, esa es Varanasi (Benarés) y la tan famosa zona de Viejo Varanasi. Las callejuelas que se extienden en la orilla del Ganga son una maravilla, calles de hasta poco más de un metro de anchura, desiertas o atestadas, llenas de tiendecillas, de locales donde comer o simplemente de basura y plastas de las decenas de vacas que campan a sus anchas por todas partes. Un laberinto que te conduce por la que dicen, es la ciudad viviente más antigua del mundo. Increíbles templos hindús afloran entre antiguos palacetes y casas de hormigón llenas de habitaciones para turistas, descendiendo y serpenteando por la orilla del río para finalizar en los increíbles gaths de Varanasi.


Aunque ya hemos visto multitud de ghats, desde Haridwar hasta Mathura en el Ganga y el Yamuna respectivamente, así como en otros ríos, los de la antigua Benarés son otra historia. Gigantes edificios junto a los escalones que descienden hacia las aguas del río se suceden entre una neblina permanente que filtra el sol, como si el humo de las cremaciones lo cubriese todo, dando lugar a una luz única y a una atmósfera que acompaña a este misteriosos lugar, donde la vida y la muerte se cruzan con la misma normalidad que una vaca camina entre el tráfico de una avenida. Es lo normal aquí, pero para nuestros ojos, es impactante.

Al amanecer podemos contemplar desde un bote como los peregrinos se agolpan en los ghats para realizar sus abluciones, limpiando así sus pecados en las más que contaminadas aguas del Ganges. El Ganga Aarti o Puja al río, que ya hemos descrito anteriormente, se repite al anochecer, de forma más elaborada y visual. Las creencias hindús se manifiestan en cada gesto a la orilla del río, en los altares de los restaurantes y en la multitud de templos a las más diversas encarnaciones de Brahman. Pero hay un ritual que diferencia a Varanasi del resto de ciudades, por lo que miles de turistas venimos, por lo que todo el mundo ha oído hablar de este lugar. Como hemos dicho, la vida y la muerte se entrelazan de manera sin igual, a la vista de todo el mundo e impresiona. Impresiona ver como trasladan a los cadáveres envueltos en telas por las estrechas calles de la ciudad, como los mojan en el río, mientras un sacerdote construye una pequeña pila de troncos. Impresiona como arden, leña, piel y hueso, pero impresiona más la normalidad y la frialdad con la que se realiza. La muerte aquí no es un tabú ni un drama. Todo el mundo ve como se consumen los cuerpos y como se arrastran sus cenizas hasta la orilla del río, mientras la gente charla tranquilamente y los niños juegan al cricket o vuelan cometas. Aquí no hay lágrimas, aquí no hay mujeres hindús. Ambas se quedan en casa.


Una de las cosas que más nos han impactado en nuestras vidas fue el descubrir que no a todo el mundo lo queman. Existen excepciones, y estas excepciones flotan envueltas en algo parecido al mimbre a lo largo del Ganges, al lado de donde se bañan niños y donde realizan las abluciones, al lado de donde se queman, sin descanso las veinticuatro horas del día, los cuerpos sin alma de los hindús. A los muy ricos, los queman en los gaths principales, en rara ocasión. A los pobres, pero no lo suficiente como para no poder pagar la leña, en los dos gaths donde pudimos observar el ritual. A los que no llegan a eso, en un edificio cercano a uno de estos gaths mediante quemadores eléctricos. Pero a los santones, mujeres embarazadas, niños, leprosos y muertos por picadura de serpiente, se les envuelve, se les ata una piedra y se les deja caer al río desde un bote. Como pudimos descubrir, no siempre permanecen en el fondo del Ganga.


Cosas de la superpoblación…

Sobre los transportes en la India ya hemos comentado algunas cosillas. Para nosotros, la mejor forma de movernos, hasta el momento, ha sido en tren. Viajando en butacas durante trayectos cortos o en clase sleeper durante trayectos nocturnos se viaja cómodo y muy barato. Los trenes son puro espectáculo. La gente habla encantada contigo y, comida y bebida abundan, los baños huelen a rayos pero las puertas van siempre abiertas y se ventilan los vagones.

Los autobuses, por el contrario, suelen llenarse hasta límites insospechados y, como podéis imaginar, son trastos que cuesta creer que anden. En general, viajar por este país es fácil, hay muchos trenes, muchos más autobuses y, a diferencia de otros países que conocemos, el transporte es muy barato, lo necesario para que millones de indios se desplacen a diario.
Llegar y salir a Varanasi en tren puede ser complicado. Las agencias de viaje reservan todos los billetes y encontrar uno que te convenga es difícil. Nosotros tuvimos suerte y encontramos lo que queríamos, llegando a Varanasi desde Gwalior y saliendo hacia Allahabad. Todo bien hasta que, en el tren hacia esta última ciudad, cuando llega el revisor te dice algo como “este no es vuestro tren…” Recuerdas tu llegada a la estación, tren 15159, llegada al andén 5 a las 12.15 y salida a las 12.30, todo correcto. Recuerdas ir al andén 5, que el tren llega a esa hora y sale puntual, que suele ser lo normal con los trenes aquí. A buscar alternativas. La encuentras, siempre la hay, todo es posible en India. Consiste en bajarte en un sitio llamado Jonpur, y allí pillar un bus a Allahabad. No sabes que ha pasado, pero hay salida y, con lo barato del tren y el autobús, no perdemos mucho dinero (un par de euros tal vez), el error no es caro, aunque si en tiempo, llegando más tarde y más cansados. El caso es que cuando las cosas no van, no van y encontrar un hotel en esta ciudad se empieza a convertir en algo de lo más desagradable. Todos los hoteles (visité por lo menos diez o doce) estaban completos, salvo uno que costaba 1000 Rs. la noche (normalmente pagamos entre 200 y 400). Los conductores de ciclorickshaw, con pinta de toxicómanos terminales, son más pesados que en ningún sitio y, el lugar en particular, es una completa basura… atestado de gente que va a peregrinar en las confluencias del Ganges y el Yamuna. Como he dicho, cosas de la superpoblación.

Sabíamos que llegaría el momento en el que esto ocurriría, y llegó. Resumiendo: palizón de autobús, caminata con mochilas y terminar en un hotel caro que, por supuesto, no era ninguna maravilla, cansados y desilusionados. Antes de dormir ya habíamos pensado en cambiar el billete de tren y salir lo antes posible de allí. Lo mejor de todo es que, un efecto que desconocíamos, al ser este un viaje tan largo, es que te olvidas del día de la semana en el que estás, y eso nos gustaba... Hasta que te das cuenta de que el error del tren es porque has ido un día antes a la estación… Para rematar el asunto, coges dos billetes para esa noche en clase general, que es algo así como el que llega primero coge asiento y si no… te jodes. Yo me subí al tren antes de que parase en el andén y la peña ya estaba tumbada en los portaequipajes, pero al menos nos pudimos sentar y mal dormir rodeados de indios que poco a poco se cansaban de la apretada butaca y se tiraban por el suelo, junto con los que no habían encontrado otra cosa... vaya nochecita y vaya dolor de riñones, pero como dicen las madres… palos a gusto no duelen.

Lo positivo, y lo tiene, es que por casualidad terminamos en lugares donde ningún turista pone el pie, donde la gente te ayuda a buscar el transporte a la estación de bus, te ceden asiento para que nos sentemos juntos y no vayamos de pie y se interesan por ti sin querer una sola rupia a cambio. Conocer algo más de su forma de vida, ver como viajan aquellos que no se pueden permitir las menos de 200 Rs. (menos de 3€) que cuesta una litera. Lo que más cuesta asimilar de este país es que, mientras que en Nueva Delhi se gastan millones de euros en organizar una carrera de Fórmula 1, hay gente que pasa la noche durmiendo en el suelo de la estación, o fuera de ella cuando ya no hay espacio en el hall, para intentar coger un asiento en un vagón, que casi nunca consiguen, viajando de pie o en el suelo durante horas. No parece justo. Hablamos muchas veces de que, en más de un mes por estas tierras, algunas cosas las tomamos por habituales, cosas que nada más llegar nos parecían increíbles. Esperamos no acostumbrarnos nunca a la extrema pobreza y dejadez que sufren millones de personas. Ya lo hemos dicho, superpoblación quiere decir que hay mucho, pero que muchísimo, de todo. Bellas personas, ricos, gente desplazándose y, sobre todo, pobreza.

Tras el despiste y el paréntesis de un par de días machacándonos, llegamos nuevamente a Agra, al hotel que conocemos, barato y con un colchón muy muy muy bueno, para descansar antes de abandonar la profunda India de Uttar Pradesh, en la que la religión y los centros de peregrinaje hindú absorben absolutamente todo, más que en cualquier otra parte que hemos conocido. Toca descansar para salir en busca del famoso Rajastán, dejamos la inmensa llanura del Ganges y nos dirigimos hacia el desierto del Thar.

domingo, 6 de noviembre de 2011

Grandes monumentos y un "paréntesis"

Tras la burbuja tibetana volvemos a Delhi en nuestro primer viaje nocturno en tren. Al margen del “indio eructitos”, cuya cualidad principal era sacarse mocos y eructar continuamente (suerte que no estábamos demasiado cerca), la noche en clase sleeper, que suena bien pero es la más cutre y, por supuesto, baratísima, se pasa muy bien y con algo de retraso llegamos a la capital. Poco que decir de esta visita. La parte nueva, que nos dejamos para esta ocasión, resulta insulsa, por lo que pillamos un bus y volvemos a Vieja Delhi para dar un último paseo por sus callejuelas, llenas de vida y mugre.

Madrugón, carrera en rickshaw antes del amanecer y llegada a otra caótica estación, donde el Taj Express nos habrá de llevar a donde todo el mundo va, a Agra y al monumento de los monumentos, el Taj Mahal. Aunque algo cansados, encontramos un buen hotel, comemos y nos dirigimos a la puerta sur del Taj. Otra cola, pero esta es inmensa. Comprar la entrada y dirigirnos a la puerta este es uno de los mejores consejos que nos han dado desde que estamos aquí. Total, la entrada, registro, arco de seguridad y adentro. Cuando cruzas la puerta que da a los jardines ya sabes que vas a encontrar. Lo has visto mil veces, en fotos, la tele, postales, pinturas, etc. Estamos a punto de ver si el Taj Mahal nos decepciona o nos sorprende, solo un paso más. Subes un escalón, te giras y ahí lo tienes. Al cruzar la puerta asombra el tamaño. Pues sí que es grande, vaya, y blanco. Una mole de mármol blanco, entre dos gigantescas mezquitas, ante los jardines. Es muy bonito, no hay duda.

El resto del día lo dedicamos a observarlo, pasear, hacer fotos, fotos a docenas, como no. También a colarnos en las filas. Quizá porque es sábado, o porque este país está lleno de gente a más no poder, y además es la fiesta del Diwali, el Taj es un hormiguero de indios, por lo que le echamos algo de morro y nos vamos colando en la mezquita, en el patio, etc. La pena es que no se pueda ver más del interior del edificio, solamente la falsa tumba del interior. Las horas pasan tranquilas mientras observas todo el complejo, junto al río Yamuna, que discurre tras el monumento. El sol baja lentamente y el tiempo pasa charlando con familias que vienen de todos los punto del país y haciéndonos fotos con ellos, pues siguiendo la tónica general, somos más fotografiados que el mismísimo Taj Mahal. Increíble pero cierto. No increíble pero si preciosa es la puesta de sol, hasta que la noche hace del mármol blanco una sombra. Ya nos lo dijeron, los arquitectos mongoles son increíbles

Otra cosa que descubrimos es que, mientras que el indio que más paga (si no tiene ninguna discapacidad, no es arqueólogo ni nada de nada), obtiene la entrada por 20 rupias. Los turistas pagamos 750 Rs. El resultado es que, por lo que nosotros pagamos entran 150 indios con descuento o 75 sin él. Normal que luego nos hinchen los precios hasta para comprar 4 plátanos en la calle…

Al día siguiente, en esta ardua vida que nos hemos buscado y, tras desayunar en una terraza con vistas al ya nombrado edificio, cogemos otro cochambroso autobús, de esos que se van llenando de forma inverosímil y que cuesta creer que puedan andar cuesta abajo. Dicho bus nos lleva a Fatehpur Sikri, ciudad construida por un tal Akbar, que tenía 5000 mujeres y que a su muerte dejó casi toda la India bajo poder Mongol, una filosofía integradora de todos los credos y esta increíble ciudad. A su muerte todo desapareció poco a poco, incluido Fatehpur Sikri, al que la falta de agua dejó en el olvido. Ahora es un conjunto maravilloso de palacios y ruinas rodeados de todos los que intentan vivir del turismo. Esto conlleva estar observando la Buland Darwaza, una impresionante puerta de 54 metros de altura mientras esquivas a docenas de niños, falsos guías, vendedores y conductores de autorickshaw. Es una pena puesto que al final tu paciencia llega al límite, no porque sean especialmente pesados (esos están en Gambia y Senegal), sino porque son una legión.

La superpoblación implica que aquí haya mucho de todo, de lo bueno, de lo malo y de lo pesado también. El caso es que seguimos con la política de colarse, ahora en la otra acepción, saltando un muro para evitar pagar las 250 rupias de la entrada a los palacios, porque tenemos mucho que recorrer y gastar como para estar pagando estos precios en todo lo que la UNESCO ha puesto el sello de Patrimonio de la Humanidad, que aquí en la India son muchas cosas… no os molestéis en traducir ese precio a euros porque da risa pero, es lo mismo que negarte a pagar en un restaurante para turistas 200 rupias por un talhi cuando en el garito callejero de enfrente te cobran 40, está más rico y seguro que les viene mejor el dinero que al dueño del local pijete o que al departamento gubernamental que gestiona el patrimonio artístico.

En fin. La siguiente etapa, por recomendaciones varias, es Mathura y el “pequeño pueblo” de Vrindavan. Estos puntos son famosos porque aquí nació (en Mathura) y vivió (en Vrindavan) Krisna. Si, si, si, amiguitos. Sobre todo Vrindavan está lleno de esos personajillos que hemos visto muchas veces en los aeropuertos. Cabecitas peladas, mochete detrás y “Hare Krisna, hare hare, hare Krisna” a mansalva… Mathura es una ciudad donde el término cochambroso adquiere un significado puro, pero con un casco antiguo junto a los gaths del sagrado río Yamuna excepcional. El templo que se ha construido en el lugar donde Lord Krisna nació es una mezcla de pinturas excepcionales y un cutre parque de atracciones con figuras de deidades moviendo alguna extremidad de la forma más cutre imaginable. Otra cosa es el ritual del que ya os hablamos en Haridwar, la Puja o Aartri, pero en este caso al Yamuna. De nuevo una muestra asombrosa y espectacular de devoción, al resonar de las campanas y encender el fuego sagrado. Merece la pena agolparse entre los hindús para contemplarlo.

Vrindavan, sin embargo, nos ofrece opiniones distintas. Ambos estamos de acuerdo en que los templos que visitamos son algo increíble, así como lo que se observa en su interior. Desde una piedra con un collar de flores a la que adoran y rezan hasta los fervientes cánticos y gritos al destapar la imagen de Lord Krisna en el altar principal. Pero no todo es homogéneo:

La opinión de Ja. La devoción a Krisna es como cualquier otra en esta religión, más o menos multitudinaria, con costumbres y rituales diferentes, tal vez. Lo que diverge radicalmente es la cantidad de iluminados occidentales que deambulan por aquí. Dejando claro que me parece muy bien que cada cual haga lo que quiera, sobre todo cuando adoptan un estilo de vida que no hace ni el más mínimo mal a nadie, la huella de los extranjeros (y del dinero de la Sociedad Internacional por la Conciencia de Krisna que creo tiene su origen en Nueva York) se ve especialmente en este sito. Tal y como nos decía una seguidora de Lord Krisna ecuatoriana, hace 14 años esto era maravilloso, pero ahora todo ha cambiado por el turismo. Da lo mismo que vengas a la playa, a las faldas del Himalaya o a vestirte como Krisna para estar todo el día cantando y bailando en un templo. Arrasamos lentamente con lo que hay de bonito, especialmente, al parecer, en este país, que tanto anda necesitado de mejoras sociales y en el que el impacto del turismo es brutal, generando un circo alrededor de una creencia milenaria, salpicándolo de una esencia que no tiene nada que ver con lo que veíamos en Haridwar, Mathura o en cualquier esquina de este país. Los extranjeros (casi todos, no todos) son los que llevan la cabeza más rapada, el mochete más bonito, los trajes más hindús y cantan más fervientemente. Esto no es la India ni su cultura, esto es lo que hacemos cuando nos gusta mucho un sitio y llegamos en tropel sin que nos importen las consecuencias. Lección que habremos de aprender con el viaje que nos queda por delante.

La opinión de Esther. Llegada a Vrindavan, parece que no hay turistas, ¡que bien! Parece que hemos llegado a un sitio poco turístico, el primero en un mes. Rikshaw y al templo Krisna Valaram, por donde parece que podremos encontrar alguna habitación. ¡Mira, una occidental vestida con un Sari!, ¡Mira, muchas más, y occidentales con ropas indias, pinturas en la cara, coletita y andando descalzos por la mugre! Se nos acerca uno, -Hare Krisna! Sois españoles, yo soy brasileño vivo aquí desde hace 9 años, ¿a qué habéis venido a Vrindavan? os ayudo a buscar habitación y me voy que he quedado con un grupo de españoles.- Se aleja pronunciando extrañas oraciones.

Tras el desconcierto momentáneo, vamos observando que un número significativo de los viandantes son extranjeros, vestidos de forma muy peculiar y que no parece que hayan venido a hacer turismo, algunos de ellos son familias con niños. La ciudad está llena de miembros de la comunidad Hare Krisna, algunos vienen a pasar unas semanas o meses y parece que otros viven aquí, nos encontramos con occidentales que no hablan inglés y sin embargo parecen tener un buen control del hindi. Ya al anochecer visitamos el templo, en el que se perciben unos lujos inusuales. Hemos llegado justo en una celebración importante para ellos y el templo está repleto de Hare Krisnas, cantando, bailando y paseando en procesión portando velas. Se respira un ambiente muy alegre, como hay muchos occidentales es fácil hacer palmas e imitar sus cánticos sin llamar la atención de nadie. Hay gente de todas partes del mundo fieles a esta religión y esta ciudad debe ser para ellos como la cuna de sus creencias, una ciudad realmente sagrada para ellos, ni más ni menos que donde vivió Krisna. Es fácil para mí contagiarme de esa alegría y disfrutar del buen ambiente, la gente parece muy amigable. Fuera de allí, una mujer ecuatoriana nos oyó hablar español y vino a hablar con nosotros. Nos habló de sus visitas a Vrindavan, y de su religión. Quedé atrapada en sus palabras, poniendo toda mi atención en su discurso. No importa el credo o religión, sino la energía y devoción que se pueden percibir en sus palabras, la emoción e ilusión con que son contadas es lo que me fascina. Creo que esta energía es más importante que el contenido de las palabras, energía contagiosa. Creo que deberíamos servirnos de ella para comunicarnos entre los practicantes de distintas religiones y culturas en lugar de invertir el tiempo en intentar convencer al otro de que nuestras creencias son las correctas o mejores que las suyas.

Tras salir de este “paréntesis de monumentos” donde todo el mundo saluda con el Hare Krisna, nos damos un buen pateo matutino, sin desayunar y con las mochilas, hasta coger un rickshaw compartido de vuelta a Mathura, para volver al Taj Express, esta vez con destino a Gwalior, famosa por su fortaleza y más apartada de la zona turística. Tras una jornada de relax, lavando ropa, escribiendo, leyendo y demás, nos dirigimos a ver qué tal es esta fortaleza. La verdad es que, desde la subida por la puerta oeste, con unas impresionantes y gigantes esculturas en la roca, los bellos y antiguos palacios, hasta las murallas y los suntuosos edificios de la puerta oeste, el fuerte de Gwalior ha sido una opción de lo más acertada.

Además, conseguimos estar sin ver a turistas y ¡oh maravilla! ver un palacio sin que nos hagan una sola foto. Aquí aprovechamos para comer bien y muy barato, pasear por el bazar de la antigua ciudad, donde todo el mundo nos mira con curiosidad y descansar, pues la próxima etapa es una de las grandes incertidumbres. Mientras escribo, son las 9.00 de la mañana del sábado 5 de noviembre, Esther duerme y, esta noche, cogemos un tren hacia la polémica Varanassi, de la que tanto nos han contado y tanto ansiamos descubrir y ver qué efecto surte en nosotros.

jueves, 20 de octubre de 2011

Hinduismo, sijismo y budismo tibetano en India

Tras salir de Delhi en busca del Ganges y el Himalaya, llegamos a Haridwar. Hace unos meses nos fascinaron unas imágenes de esta ciudad durante el Kumbh Mela, celebración hindú caracterizada por una masiva afluencia de peregrinos y que se celebra cada doce años de forma rotativa en cuatro ciudades. Esta ciudad a orillas del Ganga (Ganges), es una de las siete ciudades más sagradas para el hinduismo, por lo que miles de personas acuden todos los años durante la yatra a redimir sus pecados en el sagrado río. Esto se traduce en centenares de santones, de todas las ramas y castas. Se pueden ver los personajes más variopintos, desde indios con calzoncillos en la cabeza hasta un aghori (secta que se caracteriza por utilizar cenizas de restos humanos como vestimenta, llevar una calavera como colgante para beber agua y que, en su dieta, incluyen el consumo de carne humana, eso sí, solo de cadáveres).

Cada amanecer y anochecer, varios miles de fieles, se reúnen en el Har-ki-pairi Gath (Gath de la Pisada de Diós), durante el Ganga Aarti, una de las experiencias más sobrecogedoras que jamás hemos vivido. Cantan, dan palmadas y hacen sus abluciones a orillas del río, mientras suenan campanas, cánticos y música, acogiéndonos e invitándonos a participar en su ritual. Todo lo que intentemos contar no puede describir nuestras sensaciones.

Tras Haridwar nos dirigimos a Rishikesh, pequeña y preciosa población encaramada en las laderas de la montaña junto al Ganges, y aquí habremos de permanecer durante dos días más de lo previsto ya que el sistema intestinal de Esther se empeñó en ello. En Rishikesh destaca la afluencia turística, de extranjeros que vienen a practicar yoga o trekking en las faldas del Himalaya pero, sobre todo, de turistas indios. De nuevo desconcierta su actitud. Los prejuicios que nos traemos de casa nos dicen que la religión (la hindú) penetra en todos los niveles de la vida díaria, todo es sagrado de un modo u otro. Efectivamente, encontramos templos, altares, santones, imágenes de deidades y referencias a su culto en todas partes. Una imagen con incienso en cada esquina, una figura de Siva o Ganesh en cada restaurante, hotel, tienda… y, por supuesto, vacas por todos lados caminando a su antojo. Pero la contradicción es lo que nuestros occidentales ojos ven por todas partes. A modo de ejemplo, telenovelas que parecen ridiculizar a sus dioses, indios con su cámara de video en las mismísimas narices de quién celebra un ritual, toneladas de basura en sus sagrados ríos o niños divirtiéndose dándole con la vara en el culo a un grupo de vacas… las excepciones a la sacralidad parecen tan numerosas como los miles de encarnaciones a las que rezar, de cualquiera de las maneras, en cualquier lugar.

El carácter de esta gente se nos escapa de las manos, al menos en lo poco que llevamos aquí, pues no sabemos si la aparente falta de respeto entre ellos y con su entorno es por nuestro concepto de respeto, que no tiene sentido en estas tierras, o si no hay manera de entenderlos porque ni ellos mismos se entienden. Tal vez sea la religión, tal vez el sistema de castas, la superpoblación, Bollywood o el picante, vete tú a saber. Sin embargo nos llama la atención, ante la apariencia bobalicona de los turistas indios que nos rodean (aparentemente castas superiores), la de todos aquellos que día a día nos hacen la comida, limpian los pasillos de los hoteles y recogen la basura (aparentemente castas inferiores), ya que muestran una constante atención, amabilidad y predisposición a ayudar, a pesar del trato recibido por la mayoría de sus compatriotas y nuestra bien conocida pasividad occidental que, una vez más, solo defiende derechos y valores cuando conviene. En este caso no interesa.

Paseando por Chandni Chowk en Vieja Delhi (si acaso se puede llamar paseo al ya comentado ejercicio de malabarismo que supone andar por Delhi), entramos al primer templo Hindú. De camino al Fuerte Rojo nos encontramos un montón de Sijs que se descalzaban, se lavaban manos y pies y, con las palmas de las manos juntas a la altura de sus largas y recogidas barbas, entraban en un templo. En el momento en el que me disponía a sacar la cámara de fotos de la mochila, un anciano sij comienza a gritar algo. Me voy a llevar la primera reprimenda y sin sacar la cámara de la funda… pienso… pero no. Un amable señor nos pide que le acompañemos, nos lleva a una oficina donde nos explican que podemos entrar, dejando las chanclas en la oficina y cubriendo nuestra cabeza con el pañuelo que nos prestan, pudiendo hacer las fotos que queramos y preguntar lo que nos apetezca. También nos dan un folleto en español explicando que es el sijismo. La experiencia dentro del templo, con músicos rezando y cantando pasajes de su libro sagrado, el Guru Granth Sahib es sensacional.

No tardó mucho en llegar Teji, quien nos enseñó el templo, la cocina y el comedor gratuito, siempre abierto para cualquiera, independientemente de su raza y credo. También nos contó las maravillas del Templo Dorado de Amritsar, donde él, como tantos otros sijs, acude de voluntario para trabajar y ayudar en lo que pueda. Tras nuestra estancia en Rishikesh, alejándonos temporalmente del Ganges, cogimos nuestro primer tren hacia el Punjab, tierra de los orgullosos Sijs.

Tras pasar la primera noche en una Guest House, ya que el pabellón de extranjeros estaba lleno, comenzamos nuestra pequeña experiencia en el templo más sagrado de una creencia que se caracteriza, entre otras cosas, por reunir partes del hinduismo y del islam. Su texto sagrado, el Guru Ganth, fue compilado en vida por los diez Gurús que crearon y dieron forma al sijismo. Destacamos algunos aspectos como la negación del sistema de castas hindú y reconociendo a las mujeres como poseedoras de un alma.

Pasar un par de días en el Templo Dorado es una de esas experiencias que siempre perdurarán en la memoria. Desde el cochambroso dormitorio donde dormimos y conocimos a los más variopintos viajeros, viendo como centenares de indios duermen juntos, comiendo en su gigantesco comedor, que funciona las 24 horas del día sin descanso, observando a los sijs orar, limpiar, cuidar, restaurar y, sobre todo, mostrar su orgullo por la maravilla que supone todo el complejo del Templo Dorado. No es para menos. Tras recorrer diversas partes de la ciudad y del templo, contemplar el brillo del Hari Mandir Sahib (hecho de mármol y cubierto, según dicen, por 750 kg. de oro) a distintas horas del día y de la noche y tras relajarnos sentados a la orilla del estanque que rodea este soberbio edificio, dejamos lo mejor para el final. Entras al Hari Mandir Sahib tras recorrer, con centenares de fieles, el puente de los Gurús y, de nuevo, tus emociones se desbordan junto a los cuatro músicos que acompañan al sij que canta-reza los pasajes de su libro sagrado. Decenas de ellos se sientan a orar por las esquinas de este edificio, especialmente en la segunda planta, donde otro sij lee partes del Guru Granth original. Para imaginar lo que sienten aquí deberíamos imaginar cómo se sentiría un musulmán ante una copia original del Corán escrita por Mahoma o un católico ante la Biblia compilada por Jesucristo.

La hospitalidad infinita, el buen carácter que se esconde tras las ceñudas caras, los turbantes y la fiereza de las armas que portan los sijs (lanzas, cuchillos, espadas, hachas…) así como la tolerancia que solo parece tener fin cuando alguien ha consumido alcohol en el templo, hacen de estas gentes la cara más amigable de los indios. Tal vez su ansia secesionista hacia el resto de la India esté justificada, tal vez no, no lo sabemos. Seguramente, como todo en este mundo y sobre todo en estas tierras, tendrá su aspecto negativo, pero nosotros no lo hemos conocido.

Dejando atrás el Punjab, en un autobús conducido, como no, por un sij, podemos afirmar que pasamos más miedo que en ningún otro medio de transporte que jamás hayamos probado. Pero la forma de conducir es la que es y hay que acostumbrarse, a partir de ahora buscaremos siempre los asientos traseros. Rezando a todos los dioses que hemos conocido en este país, nos dirigimos hacia Dharamsala, donde haremos un rápido transbordo hacía McLeod Ganj, sede del Gobierno Tibetano en el exilio.

Ya en el autobús pudimos ver al primer monje tibetano, con su túnica roja y su cabeza rapada, despertando la ansiedad y la alegría de lo que íbamos a ver en este punto del camino. Aun así, cuando llegamos la noche del 21 de octubre, no teníamos ni idea de lo que íbamos a hacer los próximos días. Pues bien, el domingo 23 de octubre de 2011 pasamos casi todo el día en una clase de Religión, Budismo y Meditación. Ahora estaréis pensando que ya se nos ha ido la chapa, pero cambiará vuestro parecer cuando sepáis quien era el profesor. Pues ni más ni menos que Su Santidad, el XIV Dalai Lama, Tenzin Gyatso. Hemos tenido la suerte de poder asistir a sus clases, con traducción al castellano, teniéndolo a unos cincuenta metros.

Ver al Dalai Lama, oírle hablar, bromear y reír, supone otra experiencia donde las emociones vuelven a invadirnos. Pero no es solo por estar delante de él. La llegada a McLeod Ganj supone ver y sentir lo que ya habíamos leído y visto en la tele muchas veces, en especial en la novela de Javier Moro, Las Montañas de Buda. Pensar en la historia que se esconde detrás de cada monje o monja, detrás de cada tibetano y tibetana con quién te cruzas, viendo la realidad de la historia de su pueblo, la destrucción de su cultura, la humillación de ser borrados de la memoria, deja de ser una novela para convertirse en una realidad. Nosotros nos tenemos por personas optimistas, pero imaginarse en el lugar de Tenzin Gyatso, como representante de todo un pueblo que vive en un pedazo de país que no es el suyo, las fotos del Palacio de Potala y Lasha en cada restaurante, los pocos objetos de su pasado que conservan en un museo donde las fotografías de la destrucción de sus templos sobrepasan en mucho a esas cartas, sellos de correos y pasaportes de lo que alguna vez fue un país llamado Tíbet. Pese a todo ello, sorprende ver la esperanza y buen humor que el Dalai Lama trasmite con sus gestos y palabras.
La primera sensación que tenemos cuando nos cruzamos con algún tibetano es que son muy serios, casi parece que les molesta nuestra presencia. Pero solo al devolverles una sonrisa y un sencillo saludo, esa expresión cambia a lo que mejor representa al Tibet, su gente y su líder espiritual, la compasión, la esperanza y, de una forma incomprensible para nosotros, el buen humor, también representado en esas risas pegadizas que intercalaba en su discurso Su Santidad el Dalai Lama.

También hemos pensado en que la visión de la situación del Tíbet en la actualidad y desde que el ejército chino entró en Lhasa para imponer la Revolución Cultural es parcial, no conocemos la versión de China. Todos los que nos conocéis sabéis cuales son nuestras inclinaciones políticas. Pero nunca, nunca jamás, se puede justificar ni una milésima parte de lo que hemos visto. De ningún modo una ideología debería de llegar al extremo de causar el daño a ningún pueblo, a sus creencias y a su legado cultural. Por parcial que sea la visión que hemos obtenido, la realidad de lo que aquí se vislumbra no se puede obviar. En la línea de lo que habíamos escrito sobre la situación social de los indios, derivada del sistema de castas, vemos como el mundo entero da la espalda a un pueblo que ha de conformarse con un recuerdo, un pedazo de tierra al pie del Himalaya. En occidente preferimos vender Coca-Cola a los chinos y comprar sus baratos productos.

Para finalizar esta entrada, nos gustaría señalar algo en común que hemos podido comprobar entre hindús, sijs y budistas, tal vez por su origen común, tal vez por su coexistencia. En todo momento nos han hecho partícipes de sus celebraciones, rituales, oraciones y demás, siempre nos han invitado a entrar en sus templos. El mensaje de tolerancia y aceptación está presente en estas tres religiones o, mejor dicho, culturas, puesto que a diferencia de lo que nosotros conocemos y vivimos como tal, estas creencias están presentes en cada rincón de su existencia, impregnándolo todo y, sin excepción, abiertas a unos viajeros con ganas de conocer y aprender.