domingo, 18 de diciembre de 2011
Fundación Vicente Ferrer
domingo, 11 de diciembre de 2011
Siempre me gustó ir al Sur, es como ir cuesta abajo…
Pero nuestro rumbo hacia el sur continuaba, ahora en busca de aquellas playas que una mujer norteamericana nos recomendó estando en Amritsar (lo que queda ya lejos, pareciendo imposible que eso fuese hace tan solo mes y medio en el mismo país). La llegada a Gokarna se vio marcada por buenas caminatas cargados de mochilas, conversaciones interesantes con gente cuyo estilo de vida desconocíamos y, cuando finalmente llegamos a Kurle Beach, cansados, viendo que la playa no parecía el paraíso que habíamos imaginado y tras visitar unas cuantas habitaciones (por no llamarlas zulos, lo que nos alejaba aún más del paraíso), cayó la noche y con ella la decepción, antes incluso que la puesta de sol. Pero a veces todo llega. Descubrir unas acogedoras cabañas, darte una ducha bajo las palmeras y terminar durmiendo mientras oyes el mar tras una buena cena lo cambia todo y, aunque la playa no era tan espectacular, el ambiente era radicalmente distinto. La puesta de sol descubrió el carácter de Gokarna. Gente con malabares, tocando instrumentos, pocos garitos y nuestra preciosa cabaña bajo las palmeras, su sendero hacia la playa y el placer de conectar con un lugar. Nuestro hogar durante cuatro noches nos ayudó a bajar más aún las pulsaciones. De nuevo paseo a la playa, baño y comida, haciendo nada y disfrutando de la selva, la playa, las gentes y no tanto de los mosquitos.
martes, 22 de noviembre de 2011
Cruzando el sereno Rajastán
jueves, 10 de noviembre de 2011
La ciudad más antigua del mundo… en el segundo país más poblado del mundo
domingo, 6 de noviembre de 2011
Grandes monumentos y un "paréntesis"
Tras la burbuja tibetana volvemos a Delhi en nuestro primer viaje nocturno en tren. Al margen del “indio eructitos”, cuya cualidad principal era sacarse mocos y eructar continuamente (suerte que no estábamos demasiado cerca), la noche en clase sleeper, que suena bien pero es la más cutre y, por supuesto, baratísima, se pasa muy bien y con algo de retraso llegamos a la capital. Poco que decir de esta visita. La parte nueva, que nos dejamos para esta ocasión, resulta insulsa, por lo que pillamos un bus y volvemos a Vieja Delhi para dar un último paseo por sus callejuelas, llenas de vida y mugre.
Madrugón, carrera en rickshaw antes del amanecer y llegada a otra caótica estación, donde el Taj Express nos habrá de llevar a donde todo el mundo va, a Agra y al monumento de los monumentos, el Taj Mahal. Aunque algo cansados, encontramos un buen hotel, comemos y nos dirigimos a la puerta sur del Taj. Otra cola, pero esta es inmensa. Comprar la entrada y dirigirnos a la puerta este es uno de los mejores consejos que nos han dado desde que estamos aquí. Total, la entrada, registro, arco de seguridad y adentro. Cuando cruzas la puerta que da a los jardines ya sabes que vas a encontrar. Lo has visto mil veces, en fotos, la tele, postales, pinturas, etc. Estamos a punto de ver si el Taj Mahal nos decepciona o nos sorprende, solo un paso más. Subes un escalón, te giras y ahí lo tienes. Al cruzar la puerta asombra el tamaño. Pues sí que es grande, vaya, y blanco. Una mole de mármol blanco, entre dos gigantescas mezquitas, ante los jardines. Es muy bonito, no hay duda.
Otra cosa que descubrimos es que, mientras que el indio que más paga (si no tiene ninguna discapacidad, no es arqueólogo ni nada de nada), obtiene la entrada por 20 rupias. Los turistas pagamos 750 Rs. El resultado es que, por lo que nosotros pagamos entran 150 indios con descuento o 75 sin él. Normal que luego nos hinchen los precios hasta para comprar 4 plátanos en la calle…

Al día siguiente, en esta ardua vida que nos hemos buscado y, tras desayunar en una terraza con vistas al ya nombrado edificio, cogemos otro cochambroso autobús, de esos que se van llenando de forma inverosímil y que cuesta creer que puedan andar cuesta abajo. Dicho bus nos lleva a Fatehpur Sikri, ciudad construida por un tal Akbar, que tenía 5000 mujeres y que a su muerte dejó casi toda la India bajo poder Mongol, una filosofía integradora de todos los credos y esta increíble ciudad. A su muerte todo desapareció poco a poco, incluido Fatehpur Sikri, al que la falta de agua dejó en el olvido. Ahora es un conjunto maravilloso de palacios y ruinas rodeados de todos los que intentan vivir del turismo. Esto conlleva estar observando la Buland Darwaza, una impresionante puerta de 54 metros de altura mientras esquivas a docenas de niños, falsos guías, vendedores y conductores de autorickshaw. Es una pena puesto que al final tu paciencia llega al límite, no porque sean especialmente pesados (esos están en Gambia y Senegal), sino porque son una legión.
La superpoblación implica que aquí haya mucho de todo, de lo bueno, de lo malo y de lo pesado también. El caso es que seguimos con la política de colarse, ahora en la otra acepción, saltando un muro para evitar pagar las 250 rupias de la entrada a los palacios, porque tenemos mucho que recorrer y gastar como para estar pagando estos precios en todo lo que la UNESCO ha puesto el sello de Patrimonio de la Humanidad, que aquí en la India son muchas cosas… no os molestéis en traducir ese precio a euros porque da risa pero, es lo mismo que negarte a pagar en un restaurante para turistas 200 rupias por un talhi cuando en el garito callejero de enfrente te cobran 40, está más rico y seguro que les viene mejor el dinero que al dueño del local pijete o que al departamento gubernamental que gestiona el patrimonio artístico.
En fin. La siguiente etapa, por recomendaciones varias, es Mathura y el “pequeño pueblo” de Vrindavan. Estos puntos son famosos porque aquí nació (en Mathura) y vivió (en Vrindavan) Krisna. Si, si, si, amiguitos. Sobre todo Vrindavan está lleno de esos personajillos que hemos visto muchas veces en los aeropuertos. Cabecitas peladas, mochete detrás y “Hare Krisna, hare hare, hare Krisna” a mansalva… Mathura es una ciudad donde el término cochambroso adquiere un significado puro, pero con un casco antiguo junto a los gaths del sagrado río Yamuna excepcional. El templo que se ha construido en el lugar donde Lord Krisna nació es una mezcla de pinturas excepcionales y un cutre parque de atracciones con figuras de deidades moviendo alguna extremidad de la forma más cutre imaginable. Otra cosa es el ritual del que ya os hablamos en Haridwar, la Puja o Aartri, pero en este caso al Yamuna. De nuevo una muestra asombrosa y espectacular de devoción, al resonar de las campanas y encender el fuego sagrado. Merece la pena agolparse entre los hindús para contemplarlo.
Vrindavan, sin embargo, nos ofrece opiniones distintas. Ambos estamos de acuerdo en que los templos que visitamos son algo increíble, así como lo que se observa en su interior. Desde una piedra con un collar de flores a la que adoran y rezan hasta los fervientes cánticos y gritos al destapar la imagen de Lord Krisna en el altar principal. Pero no todo es homogéneo:
La opinión de Ja. La devoción a Krisna es como cualquier otra en esta religión, más o menos multitudinaria, con costumbres y rituales diferentes, tal vez. Lo que diverge radicalmente es la cantidad de iluminados occidentales que deambulan por aquí. Dejando claro que me parece muy bien que cada cual haga lo que quiera, sobre todo cuando adoptan un estilo de vida que no hace ni el más mínimo mal a nadie, la huella de los extranjeros (y del dinero de la Sociedad Internacional por la Conciencia de Krisna que creo tiene su origen en Nueva York) se ve especialmente en este sito. Tal y como nos decía una seguidora de Lord Krisna ecuatoriana, hace 14 años esto era maravilloso, pero ahora todo ha cambiado por el turismo. Da lo mismo que vengas a la playa, a las faldas del Himalaya o a vestirte como Krisna para estar todo el día cantando y bailando en un templo. Arrasamos lentamente con lo que hay de bonito, especialmente, al parecer, en este país, que tanto anda necesitado de mejoras sociales y en el que el impacto del turismo es brutal, generando un circo alrededor de una creencia milenaria, salpicándolo de una esencia que no tiene nada que ver con lo que veíamos en Haridwar, Mathura o en cualquier esquina de este país. Los extranjeros (casi todos, no todos) son los que llevan la cabeza más rapada, el mochete más bonito, los trajes más hindús y cantan más fervientemente. Esto no es la India ni su cultura, esto es lo que hacemos cuando nos gusta mucho un sitio y llegamos en tropel sin que nos importen las consecuencias. Lección que habremos de aprender con el viaje que nos queda por delante.
La opinión de Esther. Llegada a Vrindavan, parece que no hay turistas, ¡que bien! Parece que hemos llegado a un sitio poco turístico, el primero en un mes. Rikshaw y al templo Krisna Valaram, por donde parece que podremos encontrar alguna habitación. ¡Mira, una occidental vestida con un Sari!, ¡Mira, muchas más, y occidentales con ropas indias, pinturas en la cara, coletita y andando descalzos por la mugre! Se nos acerca uno, -Hare Krisna! Sois españoles, yo soy brasileño vivo aquí desde hace 9 años, ¿a qué habéis venido a Vrindavan? os ayudo a buscar habitación y me voy que he quedado con un grupo de españoles.- Se aleja pronunciando extrañas oraciones.
Tras el desconcierto momentáneo, vamos observando que un número significativo de los viandantes son extranjeros, vestidos de forma muy peculiar y que no parece que hayan venido a hacer turismo, algunos de ellos son familias con niños. La ciudad está llena de miembros de la comunidad Hare Krisna, algunos vienen a pasar unas semanas o meses y parece que otros viven aquí, nos encontramos con occidentales que no hablan inglés y sin embargo parecen tener un buen control del hindi. Ya al anochecer visitamos el templo, en el que se perciben unos lujos inusuales. Hemos llegado justo en una celebración importante para ellos y el templo está repleto de Hare Krisnas, cantando, bailando y paseando en procesión portando velas. Se respira un ambiente muy alegre, como hay muchos occidentales es fácil hacer palmas e imitar sus cánticos sin llamar la atención de nadie. Hay gente de todas partes del mundo fieles a esta religión y esta ciudad debe ser para ellos como la cuna de sus creencias, una ciudad realmente sagrada para ellos, ni más ni menos que donde vivió Krisna. Es fácil para mí contagiarme de esa alegría y disfrutar del buen ambiente, la gente parece muy amigable. Fuera de allí, una mujer ecuatoriana nos oyó hablar español y vino a hablar con nosotros. Nos habló de sus visitas a Vrindavan, y de su religión. Quedé atrapada en sus palabras, poniendo toda mi atención en su discurso. No importa el credo o religión, sino la energía y devoción que se pueden percibir en sus palabras, la emoción e ilusión con que son contadas es lo que me fascina. Creo que esta energía es más importante que el contenido de las palabras, energía contagiosa. Creo que deberíamos servirnos de ella para comunicarnos entre los practicantes de distintas religiones y culturas en lugar de invertir el tiempo en intentar convencer al otro de que nuestras creencias son las correctas o mejores que las suyas.
Tras salir de este “paréntesis de monumentos” donde todo el mundo saluda con el Hare Krisna, nos damos un buen pateo matutino, sin desayunar y con las mochilas, hasta coger un rickshaw compartido de vuelta a Mathura, para volver al Taj Express, esta vez con destino a Gwalior, famosa por su fortaleza y más apartada de la zona turística. Tras una jornada de relax, lavando ropa, escribiendo, leyendo y demás, nos dirigimos a ver qué tal es esta fortaleza. La verdad es que, desde la subida por la puerta oeste, con unas impresionantes y gigantes esculturas en la roca, los bellos y antiguos palacios, hasta las murallas y los suntuosos edificios de la puerta oeste, el fuerte de Gwalior ha sido una opción de lo más acertada.
Además, conseguimos estar sin ver a turistas y ¡oh maravilla! ver un palacio sin que nos hagan una sola foto. Aquí aprovechamos para comer bien y muy barato, pasear por el bazar de la antigua ciudad, donde todo el mundo nos mira con curiosidad y descansar, pues la próxima etapa es una de las grandes incertidumbres. Mientras escribo, son las 9.00 de la mañana del sábado 5 de noviembre, Esther duerme y, esta noche, cogemos un tren hacia la polémica Varanassi, de la que tanto nos han contado y tanto ansiamos descubrir y ver qué efecto surte en nosotros.
jueves, 20 de octubre de 2011
Hinduismo, sijismo y budismo tibetano en India
Cada amanecer y anochecer, varios miles de fieles, se reúnen en el Har-ki-pairi Gath (Gath de la Pisada de Diós), durante el Ganga Aarti, una de las experiencias más sobrecogedoras que jamás hemos vivido. Cantan, dan palmadas y hacen sus abluciones a orillas del río, mientras suenan campanas, cánticos y música, acogiéndonos e invitándonos a participar en su ritual. Todo lo que intentemos contar no puede describir nuestras sensaciones.
Tras Haridwar nos dirigimos a Rishikesh, pequeña y preciosa población encaramada en las laderas de la montaña junto al Ganges, y aquí habremos de permanecer durante dos días más de lo previsto ya que el sistema intestinal de Esther se empeñó en ello. En Rishikesh destaca la afluencia turística, de extranjeros que vienen a practicar yoga o trekking en las faldas del Himalaya pero, sobre todo, de turistas indios. De nuevo desconcierta su actitud. Los prejuicios que nos traemos de casa nos dicen que la religión (la hindú) penetra en todos los niveles de la vida díaria, todo es sagrado de un modo u otro. Efectivamente, encontramos templos, altares, santones, imágenes de deidades y referencias a su culto en todas partes. Una imagen con incienso en cada esquina, una figura de Siva o Ganesh en cada restaurante, hotel, tienda… y, por supuesto, vacas por todos lados caminando a su antojo. Pero la contradicción es lo que nuestros occidentales ojos ven por todas partes. A modo de ejemplo, telenovelas que parecen ridiculizar a sus dioses, indios con su cámara de video en las mismísimas narices de quién celebra un ritual, toneladas de basura en sus sagrados ríos o niños divirtiéndose dándole con la vara en el culo a un grupo de vacas… las excepciones a la sacralidad parecen tan numerosas como los miles de encarnaciones a las que rezar, de cualquiera de las maneras, en cualquier lugar.
Paseando por Chandni Chowk en Vieja Delhi (si acaso se puede llamar paseo al ya comentado ejercicio de malabarismo que supone andar por Delhi), entramos al primer templo Hindú. De camino al Fuerte Rojo nos encontramos un montón de Sijs que se descalzaban, se lavaban manos y pies y, con las palmas de las manos juntas a la altura de sus largas y recogidas barbas, entraban en un templo. En el momento en el que me disponía a sacar la cámara de fotos de la mochila, un anciano sij comienza a gritar algo. Me voy a llevar la primera reprimenda y sin sacar la cámara de la funda… pienso… pero no. Un amable señor nos pide que le acompañemos, nos lleva a una oficina donde nos explican que podemos entrar, dejando las chanclas en la oficina y cubriendo nuestra cabeza con el pañuelo que nos prestan, pudiendo hacer las fotos que queramos y preguntar lo que nos apetezca. También nos dan un folleto en español explicando que es el sijismo. La experiencia dentro del templo, con músicos rezando y cantando pasajes de su libro sagrado, el Guru Granth Sahib es sensacional.
No tardó mucho en llegar Teji, quien nos enseñó el templo, la cocina y el comedor gratuito, siempre abierto para cualquiera, independientemente de su raza y credo. También nos contó las maravillas del Templo Dorado de Amritsar, donde él, como tantos otros sijs, acude de voluntario para trabajar y ayudar en lo que pueda. Tras nuestra estancia en Rishikesh, alejándonos temporalmente del Ganges, cogimos nuestro primer tren hacia el Punjab, tierra de los orgullosos Sijs.
Pasar un par de días en el Templo Dorado es una de esas experiencias que siempre perdurarán en la memoria. Desde el cochambroso dormitorio donde dormimos y conocimos a los más variopintos viajeros, viendo como centenares de indios duermen juntos, comiendo en su gigantesco comedor, que funciona las 24 horas del día sin descanso, observando a los sijs orar, limpiar, cuidar, restaurar y, sobre todo, mostrar su orgullo por la maravilla que supone todo el complejo del Templo Dorado. No es para menos. Tras recorrer diversas partes de la ciudad y del templo, contemplar el brillo del Hari Mandir Sahib (hecho de mármol y cubierto, según dicen, por 750 kg. de oro) a distintas horas del día y de la noche y tras relajarnos sentados a la orilla del estanque que rodea este soberbio edificio, dejamos lo mejor para el final. Entras al Hari Mandir Sahib tras recorrer, con centenares de fieles, el puente de los Gurús y, de nuevo, tus emociones se desbordan junto a los cuatro músicos que acompañan al sij que canta-reza los pasajes de su libro sagrado. Decenas de ellos se sientan a orar por las esquinas de este edificio, especialmente en la segunda planta, donde otro sij lee partes del Guru Granth original. Para imaginar lo que sienten aquí deberíamos imaginar cómo se sentiría un musulmán ante una copia original del Corán escrita por Mahoma o un católico ante la Biblia compilada por Jesucristo.
La hospitalidad infinita, el buen carácter que se esconde tras las ceñudas caras, los turbantes y la fiereza de las armas que portan los sijs (lanzas, cuchillos, espadas, hachas…) así como la tolerancia que solo parece tener fin cuando alguien ha consumido alcohol en el templo, hacen de estas gentes la cara más amigable de los indios. Tal vez su ansia secesionista hacia el resto de la India esté justificada, tal vez no, no lo sabemos. Seguramente, como todo en este mundo y sobre todo en estas tierras, tendrá su aspecto negativo, pero nosotros no lo hemos conocido.
Dejando atrás el Punjab, en un autobús conducido, como no, por un sij, podemos afirmar que pasamos más miedo que en ningún otro medio de transporte que jamás hayamos probado. Pero la forma de conducir es la que es y hay que acostumbrarse, a partir de ahora buscaremos siempre los asientos traseros. Rezando a todos los dioses que hemos conocido en este país, nos dirigimos hacia Dharamsala, donde haremos un rápido transbordo hacía McLeod Ganj, sede del Gobierno Tibetano en el exilio.
Ya en el autobús pudimos ver al primer monje tibetano, con su túnica roja y su cabeza rapada, despertando la ansiedad y la alegría de lo que íbamos a ver en este punto del camino. Aun así, cuando llegamos la noche del 21 de octubre, no teníamos ni idea de lo que íbamos a hacer los próximos días. Pues bien, el domingo 23 de octubre de 2011 pasamos casi todo el día en una clase de Religión, Budismo y Meditación. Ahora estaréis pensando que ya se nos ha ido la chapa, pero cambiará vuestro parecer cuando sepáis quien era el profesor. Pues ni más ni menos que Su Santidad, el XIV Dalai Lama, Tenzin Gyatso. Hemos tenido la suerte de poder asistir a sus clases, con traducción al castellano, teniéndolo a unos cincuenta metros.
También hemos pensado en que la visión de la situación del Tíbet en la actualidad y desde que el ejército chino entró en Lhasa para imponer la Revolución Cultural es parcial, no conocemos la versión de China. Todos los que nos conocéis sabéis cuales son nuestras inclinaciones políticas. Pero nunca, nunca jamás, se puede justificar ni una milésima parte de lo que hemos visto. De ningún modo una ideología debería de llegar al extremo de causar el daño a ningún pueblo, a sus creencias y a su legado cultural. Por parcial que sea la visión que hemos obtenido, la realidad de lo que aquí se vislumbra no se puede obviar. En la línea de lo que habíamos escrito sobre la situación social de los indios, derivada del sistema de castas, vemos como el mundo entero da la espalda a un pueblo que ha de conformarse con un recuerdo, un pedazo de tierra al pie del Himalaya. En occidente preferimos vender Coca-Cola a los chinos y comprar sus baratos productos.