domingo, 18 de diciembre de 2011

Fundación Vicente Ferrer



Ya nos habían hablado varias personas de la gran experiencia que supone visitar la Fundación, pero  las grandes expectativas creadas no consiguieron eclipsar nuestra corta estancia. Cuatro días en la fundación consiguieron sorprendernos, alegrarnos, hacernos llorar, llenarnos de admiración, de gratitud y agotarnos emocionalmente. Cuatro días vividos muy intensamente.

Con la llegada a la estación de tren de Anantapur, en Andhra Pradesh, ya empezó a encenderse una chispita. Anantapur, el lugar desde el que recibimos las cartas que nos envía la Fundación, con dibujos, fotografías y la última hasta con un escrito de Gurulatsmi, la niña india que tenemos apadrinada desde hace unos años. Fuera de la estación preguntamos cómo llegar a la Fundación y parece que todo el mundo la conoce, cogemos un rickshaw para llegar. Una vez allí nos recibe una chica india que habla un español perfecto, no nos lo podemos creer. Nos conduce a nuestra pulcra habitación (la primera vez en 2 meses que podemos decir esto), y nos enseña la cantina donde podemos desayunar, comer y cenar, todo a cargo de la Fundación. El ambiente que se respira allí dentro es muy tranquilo, sin ruidos de coches, gentío y limpio allá donde mires. Nos dicen que es demasiado tarde para ir a visitar proyectos, así que pasamos el resto del día paseando por el campus, comiendo una buena cena y disfrutando de la buena compañía de voluntarios y cooperantes españoles que pasan una temporada allí. Ansiosos por saber cosas sobre el funcionamiento de la Fundación empezamos a avasallarlos a preguntas, menos mal que esta buena gente goza de buena paciencia.

Al día siguiente por la mañana empezamos nuestras visitas. Una de los 70 traductores indios que trabajan allí nos guía en la visita y nos traduce cuando es necesario para comunicarnos con los locales. Nos dicen que vamos a acompañar a un grupo de empresarios vascos a la inauguración de las 48 casas que ellos, junto con su empresa, han costeado. El pueblo al que vamos está a más de dos horas de camino. Cuando llegamos encontramos a todo el pueblo esperándonos,  nos da miedo bajar del coche. Todo el pueblo está allí, con adornos de guirnaldas y muchas flores, una banda de música, una pancarta que dice “wellcome spanish friends” y unos enormes collares de flores esperando para nosotros. Todo el pueblo formando un pasillo para que pasásemos por medio mientras nos saludan muy alegres. Y la música sonando. Acompañados por Moncho, el hijo de Vicente Ferrer, nos dirigimos a la primera casa que hay que inaugurar. Una cinta en la puerta, unas tijeras para cortarla, una placa conmemorativa,  la foto de Vicente Ferrer, otra de una deidad hindú, flores, muchas flores para decorar, incienso y un coco para realizar el ritual de inauguración y la prensa local haciendo fotos. Una de las empresarias procede a la inauguración: tres vueltas con el coco delante de las fotos y a romperlo contra el suelo de un solo golpe, tres vueltas con los inciensos, cortar la cinta que sella la puerta y entrar con el pie derecho. Allí, la familia que va a vivir en la casa, la recibe poniéndole un gran collar de flores y el punto rojo en la frente. Entramos a ver la casa. Se trata de una pequeña casa cuadrada dividida en 2 habitaciones. En la de dentro hay unas baldas donde guardan los utensilios de cocina y en el suelo un agujero de piedra que utilizan para moler grano y especias. Para dormir, indistintamente cualquiera de las dos habitaciones. Salimos de la casa, y mientras todo el mundo nos mira con ilusión, nos separamos en pequeños grupos para poder inaugurar el mayor número de casas posible. De camino a la siguiente casa, la gente del pueblo nos acompaña, saludándonos, dándonos la mano, y los niños nos preguntan por nuestro nombre y caminan cogidos de nuestra mano, incluso alguno se atreve a darnos algún beso, ya que aunque no forma parte de su cultura les han dicho que a los españoles nos gusta dar besos. Acompañamos a otro vasco que inaugura la siguiente casa con el mismo ritual, y cuando aún no ha terminado, la traductora dice: “Esther y Javi, acompañadme”. En pocos pasos estamos delante de otra casa que hay que inaugurar. Javi decide que es el turno de Esther. Me pongo muy nerviosa, no había imaginado que yo tendría que inaugurar una casa, nosotros solo íbamos a acompañar, y quiero hacerlo bien, para esta gente parece que esto es muy importante. Allí está la familia que va a vivir en aquella casa, madre, padre y 2 niños. Me ponen otro bonito collar de flores y me repintan el punto en la frente. Estoy frente a la cinta, me dan las tijeras, pregunto todo el tiempo qué tengo que hacer y cuando. Corto la cinta, entro a la casa sin olvidar hacerlo con el pie derecho. Dentro el coco, le doy 3 vueltas enfrente de la foto de la deidad hindú y lo rompo contra el suelo. No hay suerte a la primera y necesito un segundo golpe, estoy muy nerviosa. Pero ellos parecen muy contentos, en su rostro se puede ver una gran ilusión y parece que más grande si cabe es la gratitud. Me dan las gracias muchas veces, están emocionados y yo puede que más. Nos explican que antes vivían en una cabaña pero era muy mala cuando venían las lluvias. Al salir puedo verla, una minúscula casa redonda, con paredes de ladrillo y barro y el techo de paja. Nos dan plátanos como muestra de agradecimiento. Vamos a la siguiente casa, ahora es el turno de Javi. Mismo ritual y ganas de hacer correctamente algo sin saber muy bien que es. Pero lo que más cuesta comprender es por qué tanto agradecimiento, lo que para nosotros es una insignificante contribución para ellos se traduce en una mejora vital de su calidad de vida. Una casa humilde, práctica, pero una casa que les permite cambiar su vida para mejor, te alegras de ser partícipe y casi te avergüenzas por tanto agradecimiento. Te alegras de ser tu quien ayuda y no quién la recibe.

Pero la montaña rusa de emociones no termina aquí, para el día siguiente está preparada la visita para conocer a Gurulatsmi y a su familia. Cuando llegamos a su humilde casa la reconocemos con rapidez gracias a las fotos que recibimos en casa (aquel lugar que ahora mismo queda tan lejos). Allí están esperándonos su familia y algunos simpáticos vecinos. Es casi increíble estar allí. Saludamos a la niña, a su hermano de 10 años (2 menos que Gurulatsmi), a su mamá, papá, tíos y 2 primos que comparten las 2 pequeñas habitaciones que tiene la casa. Dos grandes collares para nosotros y unas sillas donde poder compartir con ellos una mañana y conocer un poco como es su día a día. Les preguntamos por sus trabajos, el colegio de los niños, si les gusta estudiar, a qué les gusta jugar, y qué quieren ser de mayores: Gurulatsmi médico y Shiva policía, pero de los buenos. Qué día de fiesta si recibiésemos una carta de esa niña convertida en una mujercita informándonos del éxito de sus estudios. Intercalamos conversaciones con intercambios de regalos; ropa para la familia, utensilios de cocina para la casa, una comba y libros para los niños, caramelos para la familia y los vecinos, y ricas galleras para nosotros, agua de coco y una bonita canción cantada por Gurulatsmi para nosotros. Seguimos emocionándonos al recordarlo. Ellos nos hacen pocas preguntas, parecen todavía más nerviosos que nosotros, sobretodo la niña, pero la expresión de sus caras habla por sí sola. Nos dan las gracias por haber venido desde tan lejos. Unas fotos de familia y visitamos el colegio de la Fundación con hay en el pueblo. Allí jugamos con los niños, les enseñamos a jugar al “Corro Manolo” y ellos nos enseñan un juego de adivinar quién toca tu nariz. Lo pasamos genial, y para finalizar, los jóvenes del pueblo improvisan para nosotros unas cuantas canciones de percusión. Solo una mañana y ya les hemos cogido cariño, nos vamos con pena y con calorcito en el corazón al saber que hemos contribuido un poco a que esto sea posible. Quizá haya una próxima vez, sería muy interesante volver tras unos años y ver cómo les va.

Y entre inauguraciones y bonitos encuentros, visitamos distintos proyectos de la Fundación: un gran hospital, centros educativos para niños discapacitados, talleres de formación para el empleo para mujeres solteras, divorciadas y viudas, talleres de formación profesional para discapacitados, y muchos más proyectos sobre ecología y otras áreas que no tuvimos tiempo para visitar. Estos trabajos son importantes cuando se desarrollan en España, pero después de conocer un poquito las peculiares características de India, nos parecen mucho más que eso. Un lugar donde una mujer viuda o abandonada por su marido tiene pocas más salidas que dedicarse a la prostitución y donde para poder casarse las familias se endeudan de por vida para conseguir una buena dote. La Fundación trabaja procurándoles los medios para obtener un oficio digno; un lugar donde la vida de los dálits (casta inferior) tiene muy poco valor dentro de la sociedad, e imaginad el valor que puede llegar a tener la vida de un dálit que además padece cualquier tipo de discapacidad, aquí la fundación trabaja por su inclusión social; dando un valor primordial a las coberturas sanitarias, haciéndolas llegar a todas las personas de este distrito, independientemente de su condición social, y poniendo los medios para que todos los niños puedan acceder a la educación. Tal vez la clave del éxito de los proyectos sea que es la gente local la que está llevando a cabo todo el trabajo, la Fundación les da el empujón y les ayuda, pero finalmente son los locales quienes aprenden a colaborar con el objetivo de vivir un poco mejor.

De nuevo un tren nocturno nos aleja de lo que vamos conociendo, escala en Bangalore y destino Mysore. Bonita ciudad que no consigue hacernos sentir del todo a gusto. Varias opciones, como todo el viaje por India, todas atractivas pero ninguna nos convence. En el último momento (justo cuando cogemos las mochilas para irnos de Mysore sin saber a donde), Esther comenta: ¿y si volvemos a Gokarna?

Un día y medio más tarde volvemos a pisar la arena de Kudle Beach. Tenemos la sensación de que casi todas nuestras expectaciones en la India se han visto cumplidas y estamos cansados. Nada que unos días de vuelta a nuestro pequeño paraíso, ahora un poco más lleno y bastante más ruidoso gracias a pequeñas ordas de indios, no pueda curar. Nuestros ojos vuelven a mirar al este, volviendo a tener la sensación de hace ya más de dos meses, de dejar algo conocido para entrar en otro mundo. Más ilusión, algún nervio,  muchas ganas y más horas de autobuses y esperas hasta el vuelo que nos dejará, para la cena del 20 de diciembre, en la tierra de los Noodles y el Moi Tai.
Nos vemos en Bangkok.

domingo, 11 de diciembre de 2011

Siempre me gustó ir al Sur, es como ir cuesta abajo…


Y muy a nuestro pesar, dejamos la playa… pero empecemos por el principio.

Como os decíamos, dejamos Rajastán en un tren nocturno que habría de finalizar su trayecto a las cuatro de la madrugada. Nos aprovisionamos de alimentos y esperamos a las once de la mañana para coger el tren que, veinte horas más tarde llegaría a nuestro próximo destino. Puntual y eficiente, el Cucarachita Express (podéis imaginar por qué lo bautizamos así), nos dejó en el sur de Goa, llegando a la playa de Patnem, pues nos habían dicho era muy tranquila. Y lo era, sobre todo comparándola con la vecina Palolem y sin querer imaginar cómo serán las mega turísticas playas del centro de Goa. El caso es que llegamos, encontramos el alojamiento más barato que pudimos, desayunamos huevos fritos con panecillos calentitos y nos fuimos a la playa (doscientos metros más allá…). Mucho restaurante, tumbonas y turistas extranjeros, pero unas preciosas playas, separadas por rocas negras como el carbón y flanqueadas por palmeras. Un pequeño paraíso con todas las comodidades e inconvenientes de las zonas bien preparadas para el turismo.

Y los días comenzaron a pasar tranquilamente. Levantarte, caminar hacia la playa, darte un baño, desayunar, ir a otra playa, comer, bañarte, ver la puesta de sol, cenar… la vida más dura que podáis imaginar.




Pero nuestro rumbo hacia el sur continuaba, ahora en busca de aquellas playas que una mujer norteamericana nos recomendó estando en Amritsar (lo que queda ya lejos, pareciendo imposible que eso fuese hace tan solo mes y medio en el mismo país). La llegada a Gokarna se vio marcada por buenas caminatas cargados de mochilas, conversaciones interesantes con gente cuyo estilo de vida desconocíamos y, cuando finalmente llegamos a Kurle Beach, cansados, viendo que la playa no parecía el paraíso que habíamos imaginado y tras visitar unas cuantas habitaciones (por no llamarlas zulos, lo que nos alejaba aún más del paraíso), cayó la noche y con ella la decepción, antes incluso que la puesta de sol. Pero a veces todo llega. Descubrir unas acogedoras cabañas, darte una ducha bajo las palmeras y terminar durmiendo mientras oyes el mar tras una buena cena lo cambia todo y, aunque la playa no era tan espectacular, el ambiente era radicalmente distinto. La puesta de sol descubrió el carácter de Gokarna. Gente con malabares, tocando instrumentos, pocos garitos y nuestra preciosa cabaña bajo las palmeras, su sendero hacia la playa y el placer de conectar con un lugar. Nuestro hogar durante cuatro noches nos ayudó a bajar más aún las pulsaciones. De nuevo paseo a la playa, baño y comida, haciendo nada y disfrutando de la selva, la playa, las gentes y no tanto de los mosquitos.

Como comienza a ser habitual, el momento de la partida nos apena, hay fecha fija para llegar a la Fundación Vicente Ferrer y queremos ver Hampi, que casi sacrificamos. Pero compramos unos billetes de bus nocturno en clase sleeper y, como decíamos, muy a nuestro pesar dejamos Kurle Beach, el lugar donde pasa el tiempo sin sentir, donde te despides del camarero nepalí del restaurante con un abrazo y de la gente de tu Guest House prometiéndote que volverás. Llegamos a un agujero y nos marchamos de un paraíso… menos mal que al empezar a rellenar otra vez la mochila, comienzas a llenarte con la ilusión de la nueva etapa. Y que lo que tenga que venir surja de nuevo…


Cuando los caprichos del hombre se unen a los de la naturaleza.

Y cuando esto ocurre, raramente, pues normalmente la tendencia es fastidiarlo todo, se llama Hampi. En varias ocasiones habíamos conseguido evitar viajar en bus por la noche, la clase sleeper en bus parecía una experiencia que no íbamos a vivir, eligiendo siempre la a veces confortable, a veces menos, sleeper class en tren. Pero todo llega en este país y al final nos encontramos esperando a un bus con literas para desplazarnos a la tan recomendada por todos Hampi. El espectáculo de subirse al bus con un grupo de israelís y un encargado ebrio hasta las trancas fue divertido, al estilo película de los Hermanos Marx. Y a pesar de todo la noche fue tranquila. Y tras la noche y una parada para tomar un chai, un sol limpio comenzó a despuntar entre suaves y gigantes rocas, fracturadas de extrañas formas y acompañadas de ruinas, plataneras y lagos. Confusión de conductores de rickshaw ávidos cuales buitres ante un cadáver al divisar un autobús llenito de guiris. Nada que un tranquilo desayuno a la espera de la calma no pueda solucionar. Nos sumamos un punto al esquivarlos y llegar en cuatro minutos al pueblo. Pobres de aquellos que pagaron por tan menuda distancia…

En el hotel coincidimos con Yocelyn. Esta simpática chilena nos acompañó durante los dos días de caminatas por los lugares más fantásticos que se puedan imaginar. Y del mismo modo que Indiana Jones penetró en nuestros recuerdos en Jhodpur, aquí nos sentimos como la Compañía del Anillo o como Lara Crof, caminando entre ruinas de templos inimaginables y paisajes de rocas imposibles. Increíble. Pero nada de lo que os contemos puede explicar este lugar. Las fotos difícilmente pueden mostrar la realidad. Hampi hay que verlo y sentirlo.


Y de nuevo partimos con ganas de disfrutar más del lugar, pero nos esperan el día 6 de diciembre en la Fundación Vicente Ferrer. Presuponemos vivir algo distinto mientras nos dirigimos entre autobuses y trenes locales, comiendo samosas y charlando con la gente que se apiña entre estaciones. Otro desplazamiento sin butacas libres, sentados en las puertas del vagón, siempre abiertas, contemplando el paisaje y el sol que avanza tan despacio como el tren.